La titánica tarea concluida el pasado 27 de junio por Juan Manuel Santos abre un panorama limpio e inédito de paz en Colombia. La entrega del 100 por ciento de las armas de las Farc se recibe, más que con algarabía, con el alivio del enfermo terminal que logra poner fin a décadas de dolor. Nos hemos quitado un peso asfixiante de encima y apenas empezamos a asimilar lo que significa una nueva esperanza en un país que solo conoce el horror de la guerra.
Uno de los mayores enemigos de este proceso ha sido la distorsión sistemática de los hechos, abanderada ‒hecho ya comprobado‒ por el Centro Democrático que encabeza Álvaro Uribe. Su actitud, más de boicoteador que de opositor, mantuvo el proceso en un estado permanente de zozobra. Los dos líderes negociadores de ambos bandos tuvieron la buena determinación de no levantarse de la mesa hasta tanto se lograra un acuerdo. Hoy, millones de colombianos les agradecen ese gesto.
Este paso gigante hacia la paz representa una nueva vida para miles de jóvenes que hubieran muerto por una mina quiebrapatas, un disparo o de una enfermedad tropical en la desesperanza del secuestro. No es poco el camino recorrido, y ese avance da el impulso para enfrentar con éxito el proceso de paz ‒que ya inició en Ecuador‒ con el Eln y calentar motores para abordar el gravísimo problema de los paramilitares y de las ejecuciones extrajudiciales cometidas por miles de del Ejército en la era Uribe.
Los retos de esta posguerra son grandes. Los medios y la academia estrenan una nueva etapa en la historia de Colombia
La desmovilización de las Farc ha derivado en que las regiones antes ocupadas han percibido un aumento de presencia paramilitar. Este fenómeno coincide con el asesinato de decenas de líderes sociales, de desmovilizados de las Farc y de sus familiares. El Gobierno ha hecho bien en concentrar a la mayoría de los desmovilizados ‘farianos’ en zonas protegidas, pero no puede desatender este dramático panorama.
Si bien es cierto que el campesinado está viviendo una segunda oportunidad, la posibilidad de retomar sus labores sin miedo y de soñar con una mejor cobertura de salud y educación, falta una mayor presencia del Ejército y una mayor protección a líderes amenazados.
Los retos de esta posguerra son grandes. Los medios y la academia estrenan una nueva etapa en la historia de Colombia, en la cual es imperativo analizar y comprender este infierno dantesco del que estamos saliendo. No podemos permitir que la gran mayoría confunda, todavía, a las víctimas con los victimarios.
No podemos repetir el horror una y otra vez, por eso es clave no solo proteger la vida de los colombianos, sino el derecho a la información, a conocer nuestra historia. La academia colombiana recibe una tarea de suma importancia: la producción de ensayos, libros enfocados en eventos de estas últimas cinco décadas para así avanzar como nación y salir de una dinámica tan parecida a la Colonia. Para cumplir a cabalidad esta labor histórica, son esenciales las alianzas con historiadores de otros puntos del globo, como el Dr. Robert A. Karl, quien analizó en su libro ‘Forgotten Peace’ (Paz olvidada) el periodo de 1957 a 1964 en Colombia con una reinterpretación de la época de la Violencia. Ojalá, pues, nuestro presidente actual y aquel ‒o aquella‒ que lo suceda fortalezcan la investigación en la academia, pues solo comprendiendo lo que pasó, dejaremos de repetirlo.
MARÍA ANTONIA GARCÍA DE LA TORRE