Construir una comunidad global pacífica es un imperativo del mundo entero y también nuestro como colombianos. El reto es no solo cimentarla, sino mantenernos en paz.
Entre la extensa literatura sobre el tema, John Paul Lederach, en su libro La imaginación moral (Nomos Impresores, marzo de 2016), nos lleva a mirar, en el alma creativa del arte, un recurso para darles paso al cambio y a su permanencia.
No hay duda de la relación estrecha entre el arte y el retorno hacia lo humano: “Vincular el pasado con el futuro para crear significado en el presente es un proceso continuo de rehistoriar para poder así seguirnos descubriendo”.
Resalta este investigador la cosmovisión de los saberes indígenas, de los sabios tradicionales, los chamanes, los curanderos y sus narraciones. Hay mucho que aprender sobre sanación colectiva y presencia de lo justo.
Afirma que, en general, a esa inteligencia mágica, lo mismo que a la de la creatividad artística, no se le abren puertas importantes para fortalecer la construcción de la paz y su durabilidad. Y entre nosotros, sin duda, ha sido y es así.
Desde sus disciplinas, con sus talentos y su imaginación, los artistas saben tocar la sensibilidad, la intuición colectiva y responder a difíciles situaciones de la humanidad.
De generación en generación habría que ir fortaleciendo la imaginación ética y estética. La belleza también cuenta para ayudar a salir de los callejones oscuros. Aprender a escuchar, a representar y a responder preguntas fundamentales como seres humanos: quiénes somos, a qué lugar pertenecemos, a dónde nos dirigimos y cómo nos juntamos.
La idea central de Lederach es: para que suceda el cambio, la exigencia continua es un acto creativo capaz de mantener unidos el pasado y el futuro.
Le abre el autor un capítulo a El flautista de Hamelin como referencia a la posibilidad de cambiar lo social gracias al arte. ¿Recuerdan los lectores las ratas que afectaban a una población? Gracias a su flauta, el protagonista las atrajo al río donde se ahogaron. Pero así mismo, frente a la injusticia del no pago de lo acordado por ese servicio, también arrastró con su magia melódica a todos los niños del pueblo. Lo impactante aquí, más allá de la moraleja de lo que sucede cuando una promesa no se cumple, es el poder misterioso de la música. “Como el viento invisible, el acto creativo moviliza todo lo que halla en su camino”.
Más allá de la satisfacción del aplauso, es un gran desafío para las mentes creativas pensar en la contribución que, desde el arte, le queda a la comunidad para fortalecer el principio de la armonía. Desde sus disciplinas, con sus talentos y su imaginación, los artistas saben tocar la sensibilidad, la intuición colectiva y responder a difíciles situaciones de la humanidad.
Mi actuación musical me dio la oportunidad de cantarles a los niños y a las niñas, a sus familias y a sus maestros, una ronda infantil que con ritmo contagioso pone afirmaciones y preguntas en la voz de los pequeños: yo quiero saber quién soy, y de dónde vengo, y para dónde voy. ¿Dónde estoy?
Llevaré para siempre el himno de la ópera Carmen, de Bizet, que canta a la libertad como la más embriagadora de las emociones humanas, y la cancioncilla infantil sobre el transcurrir del tiempo que, al no poderla ya cantar, les acabo de contar.
Guardo una ilusión quijotesca: que bien orientados por sus maestros, al jugar con la música sobre la identidad, el espacio y el tiempo, los niños y las niñas conozcan el pasado recóndito y doloroso de su país, su presente, con la esperanza de no repetición, y el horizonte de su futuro. Sería una ocasión para “rehistoriar”, sin desafinar con sus propios cantos, su vida de colombianos. Que crezcan, busquen, encuentren y recorran sus caminos hacia lo humano y el humanismo.
MARTHA SENN