Para conmemorar en el 2007 la designación de Bogotá como Capital Mundial del Libro, Capital Iberoamericana de la Cultura y León de Oro de Venecia, la Secretaría de Cultura del gobierno de la ‘Bogotá sin indiferencia’ de la época apoyó una edición de lujo sobre la ‘Historia de Bogotá’ que fue publicada por Villegas Editores en tres tomos: ‘Conquista y Colonia’, ‘Siglo XIX’ y ‘Siglo XX’.
Como la historia no es tan solo cuestión de lo que ya ha pasado, sino que, desde el hoy, nos ayuda a resolver preguntas cuyas respuestas sean útiles para el mañana, esta edición se torna novedosa en los difíciles momentos que se viven en nuestra capital en relación con muchos temas sociales ya narrados por los historiadores.
Quisimos indagar uno de los que más angustia genera: las pandemias. Lo que sucedía en Santafé durante la Conquista y la Colonia, y cómo las enfrentaba la medicina de entonces. ¿Cómo operaba la medicina frente a la desigualdad social? ¿Existía algún compromiso contra la pobreza y la exclusión en esas épocas? ¿Era el tema de la medicina y la salud facilitador de algún principio de democracia?
Impacta la investigación de Julián Vargas Lesmes y su equipo, con redacción final de Alfredo Iriarte.
Un hecho más que sabido es la hecatombe que mermó la población aborigen del Nuevo Mundo con la llegada de los españoles llenos de enfermedades hasta entonces desconocidas, ante las cuales los nativos eran totalmente indefensos. Sarampión, sífilis, tifo, entre tantas otras, fueron las grandes tragedias de América que se presentaron al tiempo con la fundación de Santafé, cuya población fue diezmada a finales del siglo XVI por una epidemia de viruela. Con intervalos de decenios a lo largo del siglo XVII sucedieron pestes implacables, entre ellas el ‘tabardillo’, un tifo que parecía picaduras de pulga. Tan solo dejó viva a una quinta parte de la población indígena.
A las que no se pudieron identificar se las llamó ‘peste de los delirios’, ‘fiebre del Levante’, ‘tifo del Oriente’, ‘peste del Japón’, provenientes del Lejano Oriente. La lepra, mal de San Lázaro, se prevenía con el aislamiento severo de sus víctimas.
En 1633, un notario que trabajaba en la capital logró que, agonizantes, los enfermos le legaran en sus testamentos la totalidad o parte de sus bienes, por lo cual la pandemia se denominó peste de Santos Gil.
Incontables viudas, huérfanos y lisiados sobrevivieron a las pestes. Los infectados se arrojaban a la calle y morían entre fiebres, vómitos y el olor de sahumerios con los que se purificaba el aire. Las llamas y sombras de los pebeteros hacían tétricas las calles de Santafé. Los cadáveres se abandonaban frente a iglesias y casas vecinas hasta que se pudrían. Se dice que los únicos que deambulaban en ese escenario dantesco eran los clérigos con el Santísimo expuesto.
Las cuarentenas interrumpían la movilización y el comercio. Las peores hambrunas azotaban a los sobrevivientes. Ante la impotencia científica de la época, se cerraba la entrada a Santafé desde Honda y se improvisaban lazaretos en las afueras de la ciudad, que nunca estuvo lista para enfrentar esas emergencias. Se creía que el viento era el portador y que el contagio era producido por cercanía a los infectados. Por asepsia se quemaban las pertenecías de los enfermos.
La única fuerza confiable era la Divina Providencia con ruegos a la Virgen de Chiquinquirá, patrona contra las pestes. Todo era apocalipsis hasta que el sabio Mutis trajo a Santa Fe, en 1782, la primera defensa científica contra la viruela: la vacuna que, producto de la ignorancia, tuvo mucha resistencia. Ya en el siglo XXI, gracias al cielo y a la ciencia, “todo es igual, pero distinto”.
MARTHA SENN