La política latinoamericana –la colombiana en particular– enfrenta actualmente los mayores retos de los que tengamos memoria. La pandemia de covid-19 llegó en un momento de descontento y protesta, que había dado pie a fuertes movilizaciones sociales a finales de 2019. En tiempos como el actual las sociedades deben hacer grandes pactos. Es, por ejemplo, lo que está haciendo Chile alrededor de una asamblea constituyente. En Colombia no necesitamos una nueva constitución, pero sí requerimos reformas de fondo enmarcadas en un nuevo acuerdo nacional.
Las elecciones de 2022 son una oportunidad para construir ese gran acuerdo. La base debería ser una convergencia de parte de los múltiples aspirantes en torno a unos mínimos, que serían los principios fundamentales sobre los que estaría edificado el acuerdo.
Como escribimos con Luca Ricci, Jorge Roldós y Alejandro Werner, en un trabajo publicado esta semana, uno de esos pilares debe ser un pacto fiscal amplio.
El objetivo de ese pacto fiscal sería doble: mantener el respaldo a los hogares y las empresas durante las próximas fases de la pandemia, y ampliar la red de protección social –garantizando, además, la sostenibilidad a mediano plazo de las finanzas públicas–.
Se podría avanzar en dos fases. En un primer momento se debe apuntalar la recuperación en la pospandemia sin suscitar inquietudes respecto a la sostenibilidad fiscal. Posteriormente debe darse un diálogo social profundo sobre la función del Estado y el modo de financiar las presiones presupuestarias de manera sostenible.
No es el momento de retirar los apoyos que ha dado el Gobierno para amortiguar la crisis. Pero al mismo tiempo hay que darles tranquilidad a los mercados financieros en cuanto a la sostenibilidad a mediano plazo de las finanzas públicas.
Es importante evitar un repliegue prematuro de las medidas adoptadas para enfrentar la pandemia. Las tasas de contagio y muerte son todavía elevadas, la vacunación avanza con lentitud y la recuperación económica no será lo suficientemente vigorosa. Pero, además de apoyar el consumo y la inversión, la primera etapa del pacto debe incluir la aprobación anticipada de las medidas futuras de tributación y gasto que garanticen una sólida ancla fiscal a mediano plazo. En esta primera etapa es necesario rediseñar la regla fiscal suspendida en 2020.
Ojalá que esas medidas se concentren en eliminar beneficios innecesarios –como el que permite descontar el ICA del impuesto de renta– y no en revivir otros –como el impuesto al patrimonio en cabeza de las empresas que eliminamos en la reforma de 2016. Lo que sí se debe mantener, e incluso fortalecer, es el impuesto al patrimonio en cabeza de las personas naturales.
Una vez consolidada la recuperación y establecido un panorama fiscal sólido a mediano plazo, la segunda etapa del pacto fiscal debe incluir un diálogo nacional que establezca las prioridades de la sociedad en cuanto al destino de los recursos públicos y defina las preferencias frente a las muy claras disyuntivas que tenemos hacia adelante. No podemos, por ejemplo, mejorar la seguridad ciudadana y al mismo tiempo comprar nuevos aviones de combate.
Este diálogo público debería servir de base a un proceso legislativo que, durante los próximos dos años, revise los sistemas de pensiones, salud y educación, y reforme los marcos tributarios que los financiarán.
El pacto fiscal puede incluir, entre otras, una reforma constitucional para que tan pronto termine la pandemia se prohíban el aumento de la nómina estatal y el otorgamiento de incentivos o beneficios tributarios. Esto es lo que se está haciendo desde ya en Brasil.
Estamos hablando de metas que son muy difíciles. Pero ignorarlas es aún más peligroso. Perpetuar el crecimiento anémico, el descontento social y la polarización política podría poner a Colombia en un camino muy riesgoso de declive institucional y económico.
Hoy, el país tiene más candidatos que propuestas. Si esperamos a las elecciones de 2022 para tratar de construir consensos, podría ser demasiado tarde.
Mauricio Cárdenas