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Dos colombianas de género y un clásico

Locura de ‘Ana Rosa’, sustos de ‘Rapunzel’ y huellas de ‘El páramo’.

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PERIODISTA CULTURAL Y CRÍTICO DE CINEActualizado:

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Catalina Villar, cineasta bogotana habitante de París, estrena el reportaje familiar Ana Rosa. Una coproducción colombosa que capta e investiga la memoria oral, impresa y visual de críticos tiempos pasados de toda nuestra incumbencia. Ella se pregunta por el misterio de su abuela paterna, Ana Rosa Gaviria, de quien nunca se hablaba en casa de los Villar.
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La investigación biográfica comenzó cuando al cerrar la casa de sus padres encontró una tarjeta de identidad, con foto, en un cajón. Supo entonces, y nosotros como espectadores, que fue una consagrada pianista de temperamento alegre y madre de tres hijos; a finales de los años cincuenta, sufrió trastornos de personalidad y llegó a ser encerrada en el asilo de locas del centro capitalino donde pudo haber padecido una lobotomía —el misterio continúa—.
Documental biográfico, didáctico e ilustrativo en temas de daños mentales irreversibles y miserias hospitalarias, maltratos mayoritariamente a mujeres en manicomios y centros psiquiátricos bogotanos en los tiempos del tranvía. Pero su búsqueda personal se extiende más allá del entorno sociofamiliar para rastrear y denunciar crueles atropellos en falsas terapias y diagnósticos equivocados.
Entre lecciones de anatomía cerebral y reportes, tanto médicos como periodísticos, Villar extrae notas e imágenes en archivos de brutales experimentaciones quirúrgicas y cortaduras cerebrales por encima del párpado. Perturba pensar en los inclementes chuzazos al lóbulo frontal para extirpar de raíz normas, prácticas y emociones.
Catalina entrevista a tíos y vecinos de crianza, busca explicaciones o evidencias de acosos mentales alternados con camisas de fuerza y electrochoques en hospitales o consultorios especializados, habla con neurólogos y sicoanalistas. Implacable dictamen incriminatorio de alguna paciente parecida: “Ella escuchaba voces, estaba en trance, descuidaba las tareas del hogar, la crianza de sus hijos y el cuidado de su esposo”.
Andrés Roa, novel cineasta quindiano, presenta Rapunzel, el perro y el brujo. Fábula campesina empotrada en verdes laderas de Buenavista, Quindío. No es una película de miedo o terror, sino de ‘asusto’, según su director y guionista. Film fantástico de raíces naturalistas andinas, que rastrea las secuelas del conflicto armado en el campo y se acompaña de maldiciones, leyendas de almas sufrientes y miedos regionales al acecho.
Perro: exmilitar secuestrado por la guerrilla, perdido en el monte después de haberse hecho el muerto, rescatado por una doblegada familia de lugareños, pone a prueba su olfato perruno de supervivencia. Brujo: viejo finquero cascarrabias, con fama de maléfico y de pactar con los duendes del monte. Rapunzel: ´princesa niña’ misteriosamente desaparecida, sin rastros de vida, apenas quedó de ella una muñeca de trapo.
Sus ingredientes terroríficos se derivan ciertamente de algunas piezas del terror gótico americano, aquí llamado de ‘asusto’, al desarrollarse una misteriosa trama en o con ambientes propios de climas medios. Se aparta del conflicto armado inicial propiamente dicho para reinsertarse en situaciones extremas e inverosímiles. Dos buenas caracterizaciones: la del pereirano Anderson Ballesteros, en el papel canino, y la del veterano Álvaro Rodríguez, en el rol brujeril.
Jaime Osorio Márquez, tempranamente fallecido, dejó un buen antecedente fílmico del subgénero de terror, miedo o espantos: El páramo (2011). Pelotón de soldados enfrentado a un misterio aniquilador más allá del peligro no manifiesto de la guerrilla; exitosa película de terror psicológico, producto de la guerra implacable contra un enemigo oculto e imaginario. El miedo ante lo desconocido cubría las desesperadas acciones del pelotón de búsqueda comandado por un débil teniente, dos subalternos y seis soldados en alto riesgo. Filmada en el parque de los Nevados, el relato de misterios y sustos se acomodaba a una brumosa atmósfera de parajes desolados, frailejones fantasmales, asfixia por altura y… frío cortante.
Cinta criolla de género, con la claustrofobia inherente a una base militar abandonada y embrujada, cuyos interiores fueron ambientados en el matadero municipal. Personajes: oficial preso del pánico y la indecisión, sargento mal hablado quien solo veía indeseables a su lado y cabo dispuesto a enfrentar una racha de agresiones inexplicables; también, víctima golpeada que buscaba el cadáver del hermano, herido en un combate contra ellos mismos y defensor solitario de los derechos humanos. Incomodaba, eso sí, la horrible caracterización de una bruja campesina hecha prisionera guerrillera.
Sin olvidar a Jairo Pinilla y su primer largo de terror: Funeral siniestro (1978). Porque si quieres que se te pongan los pelos de punta y dejarte llevar por una emoción ciento por ciento local, no puedes perderte la oportunidad de descubrir o revisar esta meritoria peliculita de miedo y explotación de lo macabro. Ingredientes que saltan a la vista del simple espectador: desfile alrededor de una sala de velación con grotesco cadáver expuesto en el salón-comedor de una finca campesina, sombras nocturnas perseguidoras de sus deudos y fantasmas o almas en pena apoderadas de los parroquianos. Asimismo, una chiquilla inocente tiene pesadillas con los ojos abiertos, mujer mala es “genio y figura hasta la sepultura” y difunta que… bien podría saltar del cajón en cualquier momento.
MAURICIO LAURENS

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