Louis Ferdinand Céline fue a la vez un escritor extraordinario, quizás el mejor prosista de la lengua sa en el siglo XX, y un ser humano repugnante y mezquino, no solo partidario del nazismo y de la ocupación alemana de su país desde 1940 sino también un antisemita obsesivo y feroz, autor de varios panfletos contra los judíos de Francia, muchos de los cuales eran sus amigos y sus vecinos y aun así los delató.
Céline es tal vez uno de los casos más conocidos de ese debate interminable sobre el desdoblamiento forzoso entre la vida y la obra de un gran artista perverso: ¿Qué hacer cuando estamos ante un genio evidente en su arte y su oficio y un pésimo ser humano? Uno que borra con el alma lo que hizo con la mano (o al revés). ¿Se puede celebrar lo uno sin acoger ni justificar las lacras de lo otro? ¿Se puede irar la belleza que producen los monstruos?
La discusión, ya digo, no tiene fin, exacerbada en estos tiempos de la 'cancelación', devorados por el criterio moralista e inquisitorial. Y hay matices obvios, el primero de los cuales es que no es tan fácil separar la vida de un artista de su obra porque ambas hacen parte de la misma realidad y del mismo misterio, ambas son una clave fundamental para entender por qué un ser único y concreto hizo lo que hizo en todos los órdenes de la existencia.
Un artista no es solo un artesano, aunque también, sino un artífice de milagros, y ahí se funden las dos cosas, los dos ríos que constituyen su alma y la definen: su vida y su personalidad, digamos, y su obra; el creador y la creación casi como un único suceso, porque el uno resulta incomprensible sin la otra y viceversa. Pero además hay casos de casos, por supuesto, no se puede establecer una teoría general para juzgar el arte de los malos.
Y va uno a ver y sí: al final sí habría sido mejor el caballo de Calígula. O incluso su dueño.
Además porque la vida de todo artista, vista con microscopio, está llena de manchas y zonas grises, las bajezas sin remedio de la condición humana, aunque hay límites. Y supongo que el paso del tiempo influye mucho también: hoy nos atormenta más la iración por el filonazi Céline o el pedófilo Gide, por ejemplo, que por el pendenciero y desaforado Caravaggio, un truhán y un asesino, o el no menos virulento e infame Marlowe.
A mí Céline (igual que Neruda) me fascina como escritor, he de confesarlo con algo de inquietud, y al mismo tiempo me parece lo que ya dije: un ser repugnante y sórdido. Y hay un texto suyo que me deslumbró desde que lo leí por primera vez hace muchos años cuando me lo recomendó por teléfono, la única vez que hablé con él, día dichoso para mí, Álvaro Mutis. Se trata del homenaje que Céline escribió sobre Émile Zola en 1933.
Es una pieza magistral y profética: la descripción minuciosa de las miserias y peligros, las promesas más siniestras de la Modernidad, la sociedad industrial y de masas y el totalitarismo. Y hay allí una frase reveladora que Mutis traducía con gracia sin igual aunque equívoca: “Felices los que fueron gobernados por el caballo de Calígula”. Como se sabe (así lo cuenta Suetonio) Calígula tenía un caballo al que adoraba, Incitatus, y lo quiso hacer Cónsul.
Parece que era una ironía del Emperador: una burla a los senadores, a los que consideraba abyectos y corruptos. Pero la frase de Céline, así formulada, es casi una teoría política: la crítica más demoledora que uno pueda concebir contra el mal gobierno y la locura del poder, sobre todo en una época como la nuestra en la que esa se está volviendo la norma en tantas partes: caudillos delirantes y pueriles, adolescentes, más bien, narcisistas, egomaníacos.
Celebrados todos por sus caudas, sus capillas enajenadas que no iten ni crítica ni razón. Y va uno a ver y sí: al final sí habría sido mejor el caballo de Calígula. O incluso su dueño.