Estamos comiendo burritos, hablamos del clima, de la política. Nos ponemos al día. Y por alguna razón que ahora no recuerdo, alguien menciona un rumor que ha estado pasando de boca en boca en días pasados.
Que una mujer en sus cincuentas fue a recoger a su hijo adolescente a una fiesta a altas horas de la madrugada. Que en lugar de recogerlo y salir con él, se encontró con uno de sus amigos, un chico de catorce dicen unos, de dieciséis dicen otros, y terminaron encerrados en una habitación teniendo relaciones íntimas.
¿Pero quién los descubrió? Pregunta alguno. A mí me habían dicho que no era uno, eran dos chicos, dice otra. Que no, que tenían una “relación”, dice alguien más. ¿Una relación? ¿Una mujer de cincuenta y tantos y un chico de dieciséis? Pregunta otra. Que sí, que sí, que eran “amantes”, o “novietes”, en fin, que tenían algo. ¿Cómo carajos puede ‘tener algo’ un menor de edad con la mamá de uno de sus compañeros de colegio?
La historia no ha parado de pasar de aquí a allá. En su aleatorio deambular de boca en boca, llega esta tarde lluviosa a la mesa de domingo donde ocho personas compartimos la comida y la conversación.
Como madre (acaso también como hija), el relato me causa un rechinar de dientes, una angustia que no me alcanzo a explicar. Una amiga añadió que después de todo el escándalo, la madre se separa de su pareja, y poco después sube unas fotos a las redes sociales con su enamorado quinceañero en las playas de Cartagena.
Cuánto hay de cierto en esta fábula contemporánea protagonizada por personas que no conozco y cuánto hay de ficción, no lo sé y tampoco me importa. Asumo que, como en cualquier chisme en buena ley, habrá mucho de ambos. Además, el punto no es ese. No se trata de convertirnos en un improvisado tribunal moral que lanza un juicio entre el café y los bizcochos.
Se trata, más bien, de escuchar con los ojos bien abiertos para preguntarnos dónde están las fracturas en una crónica como esta. Supongamos que, en efecto, la mujer se separó y días después subió en redes sociales unas fotografías con ‘su parejita’. ¿No sería esto un delito? ¿Y qué pasaría si en lugar de ser el hombre fuese una mujer? Si una adolescente es descubierta teniendo relaciones sexuales con el padre de su amiga, ¿no sería radicalmente distinta la reacción social? Como dice la anfitriona de este almuerzo, está claro, a él lo lincharían.
Hace pocos días, un par de amigas ridiculizaban en una conversación a un chico que en una charla sobre feminismo preguntó si no sería más lógico hablar de humanismo. Les pareció un imbécil y un petardo. Con todo respeto, preguntar siempre me ha parecido una práctica contraria a prepotentes y soberbios, así como descalificar preguntas, por su parte, sí que me parece un acto de pedantería.
Acaso habría podido ser yo misma el chico que formuló esa pregunta. Porque más allá del género, somos seres humanos. Y si de alguna manera entiendo el feminismo que tanto he defendido, y sobre el que en numerosas ocasiones he escrito aquí, es como una acción en favor de la igualdad y la libertad de los seres humanos. Creo de corazón que el género no debe nunca ser una camisa de fuerza que nos condicione a amar, pensar o actuar de cierta manera. Al final, veo el feminismo como una bandera de libertad. Pero en esa misma lógica, me parece tan cruel pensar en un menor cooptado en una relación amorosa con una mujer que le triplica la edad como me parece en el caso de una menor.
Se acabó la tarde, dejó de llover y me quedé pensando, sobre todo, en el hijo de la madre adúltera. Y qué confusión tanto silencio. Y qué arbitrario que, a veces, en unos casos un delito parezca tan evidente y no pase de ser el chismorreo de una sobremesa. Todo mientras unos y otras pretendemos actuar como si nada hubiera sucedido.
MELBA ESCOBAR