Veo esas imágenes de amas de casa sonrientes en los años cincuenta y no puedo evitar sentir un poco de nostalgia. Los días en los que el desarrollo industrial todavía era una fiesta y la tecnología comenzaba a despertar lentamente han quedado muy lejos.
Es cierto que la industrialización nos hizo la vida más fácil a todos. Vivimos en un mundo donde las máquinas nos despiertan, nos preparan el café, nos entretienen, y, en ciertos países y hogares más que otros, nos limpian la casa. Ya las personas no tienen que lavar pañales de tela a mano, tampoco los trajes o vestidos, ni esperar a que se sequen al sol, por poner un ejemplo cualquiera.
Los aparatos nos han regalado tiempo, cientos o miles de horas y horas ahorradas por medio de la tecnificación de los procesos. Como algo siempre mágico, exquisito y sorprendente, la tecnología avanza en este siglo a pasos cada vez más agigantados, de la mano de la revolución informática.
El dragón se despierta, se despereza y pone a la Tierra a temblar, mientras nos preguntamos qué pasará mañana. Ya nos han dicho que los carros se conducirán solos. Por lo tanto, ya no habrá conductores de taxis, buses, camiones o vehículos particulares. También habrá robots que limpien la casa, hagan la compra, sirvan de meseros, preparen la cena, hagan las veces de cajeros de supermercados, vendedores en megatiendas, responsables de inventario en almacenes. Esto sin contar cuántos van remplazando el trabajo de operarios manuales en fábricas en todo el mundo. Y con la particularidad de que no demandan un aumento salarial, no se sindicalizan, tampoco se enferman ni piden licencias de maternidad.
Es cierto que el mundo desde que existe no ha hecho otra cosa que transformarse. Pero cada vez somos más las bocas hambrientas en un planeta enfermo. De los carreteros a las fábricas de autos, de las tejedoras manuales a las mecánicas, de la era industrial a la de los servicios, a la de la tecnología y, ahora, la de la inteligencia artificial.
La diferencia es que los cambios que antes podían demorar siglos ahora toman, con suerte, un par de años. Eso ha llevado a que el Banco Mundial alerte que para 2030 habrán desaparecido el 47 % de los empleos que existían a comienzos de siglo. Para completar, seremos cada vez más adictos a esos productos patentados que nos ofrecen las redes sociales, las mejores conocedoras de nuestras necesidades, miedos, creencias, gustos y deseos. ¿Pero con qué dinero vamos a comprar todas esas cosas inútiles que nos promocionan con herramientas digitales que fabrican publicidad y productos hechos a la medida de cada uno?
Me pregunto si estamos demasiado ocupados con estos anuncios personalizados, o intentando descifrar qué es cierto y qué no lo es en un océano mediático de falsas noticias, como para preguntarnos si todo esto es realmente legal. Ya han dicho intelectuales como Naomi Klein, que no lo es en absoluto. Y no lo es, porque gigantes como Microsoft, Meta, Google o Amazon, han tomado toda la información que les damos gratuitamente para ganar dinero a costa nuestra. Aprovechan todo este conocimiento para generar nuevos productos y ofrecérnoslos como regalos o prometernos que gracias a sus desarrollos lograremos al fin solucionar muchos de los problemas de la humanidad.
Sin embargo, para Klein esto es un robo a pleno día, un robo por el cual no solo no damos la guerra, sino que celebramos. Mientras tanto, nadie parece preocuparse realmente por lo que viene. ¿Cuál será la situación de la crisis climática en unos años? ¿Prevalecerán las democracias? ¿Cuántas especies quedarán? En fin. No es que no me dé cuenta del mundo que vivo. ¿Pero yo qué les puedo decir? Soy solo otra mamá preocupada porque su hija preadolescente no se pase todas sus horas libres pegada a TikTok, nada más.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes