Mi hija pidió una cámara de fotos instantáneas de Navidad. A diferencia de la ilimitada capacidad del teléfono, descubrió que tenía que pensar bien aquello que quería retratar. Al estrenarla, tomó tres o cuatro fotos. Ninguna le gustó. Pasó el resto del día irritada, sin animarse a volverlo a intentar. Las fotos en papel no se parecían a las que aparecen en los avisos publicitarios, tampoco a las que tenía en su cabeza.
De vuelta a casa, la niña duró varias horas mirando las fotos de mi teléfono. En ellas es posible hacer un recorrido por la vida de mis hijos día tras día. Todo está ahí. El primer diente, el primer día de colegio, el disfraz, el pastel de banano que hicimos ayer... el pasado siempre al alcance de la mano. ¿Pero no es eso lo mismo que vivir un presente perpetuo? Un presente comprimido, como empacado al vacío.
“¿Y si es el sentido de la pérdida lo que hemos perdido?”, se pregunta el intelectual Mark Fisher. Le hemos delegado la función de la memoria al sistema digital. Él responde por nosotros. Recuerda a toda hora y en todo lugar. ¿Cómo abrirle espacio, entonces a la nostalgia? ¿Cómo si todo parece estar sucediendo en un presente eterno en donde recordar es algo que sucede a cada instante?
La premura inyectada por la virtualidad, la urgencia de estallarlo todo ya como si no hubiera mañana, irrumpe cada vez con más ferocidad en el día a día. El poder de la industria para vender y fabricar emociones con la velocidad con que mastica y traga, traga y mastica, nos mantiene bajo un asedio constante. A través de nuevas series, más redes sociales, nuevas plataformas, aplicaciones, cadenas, noticias, canciones, chismes, escándalos, la fábrica de contenidos provocadores no da tregua. Pincha y factura como quien mastica y traga. Todo ya. Y que suene la registradora...
Al fin y al cabo, no faltan motivos para pensar que se nos acaba el tiempo. El calentamiento global, la desaparición de especies, las guerras, las crisis económicas, el desgaste general de las democracias, todo contribuye a una percepción de urgencia que, alimentada por la omnipresencia digital, nos mantiene sobre estimulados y ansiosos.
En este contexto donde reina lo efímero, donde nos trasnocha la dificultad para vislumbrar un futuro, la reproducción hasta la saciedad de una canción sobre la ruptura amorosa de dos famosos que engordará aún más los bolsillos de nuestra diva no debería cantarse como victoria. Y es que en algún punto del camino dejó de importarnos la calidad de la factura en los contenidos culturales. Ahora lo único que parece celebrarse es cuánto se vende. Cuántos clics, cuántas reproducciones, cuántas vistas, en fin, cuánto dinero.
Ya no existen los casetes, tampoco los vinilos, aun cuando la industria de la nostalgia ha vuelto a ponerlos de moda. Al igual que las fotos tomadas con el teléfono, la música captura la inmediatez con intensidad. Pasamos del rollo fotográfico a la imagen instantánea, y de los discos al ‘streaming’. Qué lejano se siente el mundo de las obras creadas en mármol, las esculturas de plaza pública talladas en piedra, o los conciertos de una filarmónica.
En este presente inagotable, las representaciones artísticas explotan como palomitas de maíz en el microondas. Mientras tanto, los hámsteres que somos, aplaudimos fascinados ante la velocidad con que se produce un nuevo hechizo, otro truco de magia, un embuste más, otra payasada del circo digital en que vivimos atontados sin dejar de dar vueltas sobre una rueda que no lleva a ninguna parte. La separación de una pareja de famosos y el tema musical sobre su ruptura, pop, pop, pop, pop. El público enardecido ve la escena a través del cristal mientras aplaude. Por momentos tengo la impresión de que vivimos atrapados en un ‘reality show’. Dicho lo anterior, siempre me ha gustado la música de Shakira. Pero ese es otro tema.
MELBA ESCOBAR
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