Dicen que Churchill afirmó que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. En verdad tiene problemas, y debe evolucionar día a día, pero quienes anuncian su muerte aún no han podido inventarse algo mejor. Hay políticos que se sienten incómodos con las limitaciones que impone y tratan de hacerle trampa, pero al tiempo se presentan como los más demócratas entre los demócratas.
Una de las formas de parecerlo sin ser es transferir la facultad de decidir, de los congresos y parlamentos, a asambleas populares, eliminando la mediación de representantes electos. Es un intento de democracia directa (o semidirecta), imitando a la primera y original de Atenas.
Lo que rara vez nos cuentan es que en Atenas tenían derecho a participación apenas un 5 % de sus habitantes: solo varones, hijos de atenienses, con más de dos años de servicio militar y con patrimonio. Cuando el asunto por tratar era de guerra, no podían participar quienes vivían en el perímetro de la ciudad porque, al poder ser perjudicados, sus intereses constituían un impedimento.
Las asambleas populares han sido usadas varias veces en la historia, nunca con éxito. Unas que parecen funcionar son las de dos cantones en Suiza (las Landsgemeinde), pero sus decisiones son cuidadosamente preparadas con anterioridad y ‘traducidas’ al lenguaje jurídico, con posterioridad.
Malos ejemplos fueron los sóviets y las Asambleas Provinciales y Municipales del Poder Popular en Cuba (a su imagen y semejanza). Su problema era que funcionaban ‘demasiado bien’. Las decisiones se tomaban con 99,99 % de los votos y la rara vez que surgía una voz contraria, rápidamente ‘veía la verdad’.
Muchos recordarán las asambleas de 2001 y 2002 en Argentina, después del fracasado gobierno de De la Rúa. Su lema fue ‘Que se vayan todos’, y esos todos incluían a las altas cortes y al Congreso. Veinte años después es claro que el que se quedó fue el partido Justicialista, que, con una pausa menor, gobierna (muy mal) desde entonces.
Las asambleas populares son el instrumento para que el gobernante populista afirme “iré hasta donde el pueblo me lleve” y luego se asegure de que el pueblo lo lleve a donde él quiere ir.
Hay razones objetivas por las que esos experimentos no pueden funcionar. La primera de ellas es que no tienen nada de democrático. Su composición no representa a las poblaciones. Si alguien pretendiera hacer una encuesta en una de esas asambleas, para ver ‘qué piensa la gente’, todos reclamaríamos que no es una muestra estadísticamente representativa. Sus decisiones, por tanto, no son la voluntad real de la comunidad de la que surgieron.
Hay también problemas con sus mecanismos decisorios. No necesitan quorum y las votaciones son por aclamación o gritería, lo que las hace extraordinariamente manipulables. Quienes hemos participado en asambleas parecidas en las universidades sabemos de qué hablamos. Siempre hay un grupo activista que lidera. El tiempo jamás da para que todos hablen, o sea que se imponen solo las voces duras y preparadas para eso, los tímidos no tienen chance.
La dirección de los discursos es modulada (en idioma de los psicólogos modernos, empujada o nudged) por aplausos y abucheos. Pocos tienen la fortaleza para aguantar una silbatina y la presión de grupo. Las decisiones se toman cuando el grupo organizador ve que están ‘maduras’, que es a veces cuando los que disentían se cansaron y se fueron. Como no hay necesidad de quorum, no hay problema.
Para completar, las decisiones que pueden ser contradictorias con las de otras asambleas, o con las leyes y la Constitución, son ‘traducidas’ y conciliadas por expertos interesados. Un análisis más profundo destaparía muchos más problemas.
Las asambleas populares son el instrumento para que el gobernante populista afirme “iré hasta donde el pueblo me lleve” y luego se asegure de que el pueblo lo lleve a donde él quiere ir.
MOISÉS WASSERMAN