En un mundo de fantasía, los resultados de las políticas públicas deberían ser siempre proporcionales a los deseos que ellas expresan. Sin embargo, la realidad es que ese mundo no existe. En el nuestro sucede a menudo que esfuerzos bien intencionados conducen a pésimos resultados.
Si el asunto fuera de buenos deseos, sería muy fácil llegar a acuerdos en muchísimos temas. No creo que nadie se oponga a buscar igualdad de oportunidades de estudio para los jóvenes, ni salud y bienestar para todos. La inmensa mayoría estaría de acuerdo con un planeta verde, sin contaminación. Muy pocos rechazarían la paz, la tranquilidad y las buenas relaciones entre las personas. Los desacuerdos se dan en cómo lograr esos objetivos.
La realidad, a veces, se comporta diferente a lo planeado. Hay miles de ejemplos de medidas que se toman pensando en el efecto positivo que van a producir, pero terminan generando otro, totalmente diferente, a veces opuesto.
Una buena democracia tiene separación de poderes; estos se equilibran, y controlan posibles errores o excesos de alguno de ellos.
Si se impone un alto arancel a las importaciones, para proteger la industria nacional, puede pasar que aumente el contrabando y quiebre la industria que se quería proteger. Si se prohíben la producción y venta de alcohol, para proteger la salud, pueden surgir productores clandestinos cuyo licor es mucho más peligroso. Si se cierran las plantas nucleares que producen electricidad, para evitar una posible contaminación, pueden terminar activándose las termoeléctricas de carbón, mucho más contaminantes. No quisiera imaginar siquiera el impacto sobre el ambiente si todos imitáramos a Greta Thunberg usando catamaranes, en lugar de aviones, para cruzar el océano.
Eso sin hablar de las grandes utopías que terminaron convirtiendo a la Tierra en un infierno (en realidad en varios infiernos) sustentadas ellas en ideales de igualdad, y que terminaron, como dice Orwell, con “unos más iguales que otros”.
Tal vez el asunto radique en equilibrar al activista, que tiene claro a dónde quiere llegar, con el experto que sabe cómo. El activista está emocionalmente involucrado con sus proyectos y objetivos, pero es muy malo evaluando efectos colaterales. Cree sus órdenes tan obvias que el mundo se va a mover solo en la dirección que él espera. No contempla la posibilidad de que cada acción va a generar en la gente estrategias para contrarrestarla, o para optimizar los propios rendimientos.
Yo sinceramente desconfío de la ecuanimidad del activista, porque suele ignorar toda información que le estorba. Es incapaz de imaginar desenlaces distintos al que espera, y le cuesta trabajo suponer que quienes están en desacuerdo con él no son idiotas, o enemigos. Un gobierno compuesto mayoritariamente por ministros activistas tiene muy mal pronóstico.
En la academia eran mal recibidos los activistas. Sus declaraciones eran vistas como renuncias a la objetividad y a la búsqueda de la verdad, puesto que ‘sabían’ cuál era, antes de empezar la búsqueda. Esa era una época dorada, en la que contaban más experimentos, observaciones y deducciones que opiniones y discursos.
La tarea del experto, del técnico, del científico, o del ‘solucionador profesional de problemas’, consiste en evaluar aquello que puede salir mal en la búsqueda de los objetivos. Para eso le sirven las teorías que estudió, y muchas experiencias que ha vivido, o que otros han tenido y han dejado bien documentadas.
Una buena democracia tiene separación de poderes; estos se equilibran, y controlan posibles errores o excesos de alguno de ellos. Sería bueno lograr un equilibrio similar entre activistas y expertos, y tener claro el papel de cada cual. En política el diseño de las intervenciones es por lo menos tan importante como las declaraciones virtuosas. La palabra es muy fácil, la acción es difícil.
MOISÉS WASSERMAN