Es frecuente escuchar que la democracia está en crisis. Yo soy más optimista y suelo responder a esos anuncios con la vieja frase de Pierre Corneille: “Esos muertos que vos matasteis gozan de muy buena salud”. Sin embargo, debo reconocer que a veces me asaltan las dudas. Un artículo de Shawn W. Rosenberg, publicado el año pasado, me dejó bastante angustiado. Rosenberg es profesor de psicología social en la Universidad de California.
El artículo se titula ‘La democracia devorándose a sí misma’, y el subtítulo indica que está pensando en ciudadanos incompetentes y en el apoyo que dan a populismos de derecha. Se concentra en los populismos de derecha porque escribía durante la campaña de reelección de Trump y estudiaba los casos del crecimiento de Le Pen en Francia, la AfD en Alemania, el partido Ley y Justicia en Polonia y el partido Fidesz en Hungría, pero reconoce que su análisis es válido para los populismos de izquierda. Nosotros, en América Latina, hemos tenido demasiados ejemplos de las dos clases, y lo que dice efectivamente cuadra con las dos; se parecen mucho.
Plantea Rosenberg que las corrientes populistas están alimentadas de tres vertientes: populismo en sí, nativismo y autoritarismo. El populismo en sí identifica a sus seguidores como “nosotros el pueblo”. La definición de pueblo, un poco vaga, la delimita mejor diciendo quiénes no hacen parte de él: una élite con poder político, económico e intelectual. Se la acusa de ejercer su poder controlando los procesos democráticos. Así, en definitiva, a ojos del populismo, quien sustenta a ese “no pueblo” es el sistema democrático liberal.
Los populismos incorporan una vertiente nativista, o etnonacionalista. En ella “el pueblo” se define de varias formas concretas: un orgullo desmedido por el lugar de nacimiento y la identificación con costumbres, tradiciones y prácticas. Es muy común ver a los populistas envueltos patrióticamente en la bandera y odiando al otro, al que no es de su grupo, al extraño.
El tercer componente es el autoritarismo, que tiene dos aspectos. Uno es la delegación de un poder inusual en un líder que encarna la voluntad del pueblo. Su voz es aceptada por la congregación de seguidores como su propia voz. Otro complementario es una centralización excesiva del poder, con alguna delegación en niveles inferiores que demuestren fidelidad y obediencia al líder. En este ordenamiento de autoridad, las instituciones que sirven en la democracia liberal para equilibrar y controlar el poder son vistas como estorbos burocráticos innecesarios. Las instituciones y las leyes son aceptadas solo en la medida que sirvan a la voluntad del pueblo (que, como vimos, es la del líder). Los seguidores del populismo definen lo verdadero y lo correcto en referencia a la opinión del grupo; es la aprobación de los compañeros lo que les da seguridad.
La democracia liberal está en desventaja al confrontar los movimientos populistas. Rosenberg afirma que su principal problema es la ausencia de una ciudadanía con capacidades racionales y emocionales que le permitan adoptar las normas del sistema, y funcionar dentro de sus instituciones participando realmente, y con criterio independiente, en la discusión pública. La democracia liberal les presenta a los ciudadanos una definición de mundo difícil de usar en la vida cotidiana, y que compite muy mal con las ofertas populistas de soluciones exprés (aunque no puedan mostrar ejemplos en los que ellas hayan tenido éxito). Por eso el pesimismo del autor.
Termina con una propuesta de solución única, que consiste, como siempre en la academia, en un inmenso esfuerzo educativo para formar una ciudadanía que favorezca el abordaje serio de una realidad compleja, sobre los cantos de sirena populistas.
Moisés Wasserman