Hace un año Jeff Nusbaum publicó el libro Undelivered (yo lo traduciría ‘No pronunciados’). Trata sobre discursos que fueron escritos, pero nunca pronunciados. Él tiene autoridad en el tema: fue el escritor de cabecera de discursos del presidente Joe Biden; empezó con Al Gore y durante 20 años escribió los más importantes discursos de los ocupantes de la Casa Blanca. Fundó y dirigió la empresa de producción de discursos más reconocida en Estados Unidos y fue cofundador de otra, que los escribía humorísticos.
Presenta quince casos, todos rigurosamente documentados. Menciona unos discursos que no se pronunciaron porque eran demasiado calientes para el momento, otros que hubieran generado una crisis difícil de manejar y algunos en que un evento súbito lo impidió.
Un caso incluía dos discursos: uno de John Lewis y el otro de Martin Luther King, durante la Marcha a Washington en 1963. John Lewis era el representante de los estudiantes, y su discurso era fuertemente agresivo. Rechazaba la propuesta de derechos civiles del presidente John F. Kennedy por insuficiente y tardía, y llamaba a una rebelión. El de Martin Luther King también era muy duro. Pero durante la marcha se agregaron grupos sociales que los apoyaban y que se hubieran retirado si se mantenía esa posición extrema. Los discursos cambiaron; pudimos oír entonces el muy famoso ‘Yo tuve un sueño’, del pastor King, y en menos de un año el Congreso aprobaba el Civil Rights Act, que declaró ilegal la discriminación por raza, sexo y religión en Estados Unidos.
Richard Nixon había decidido no renunciar. Su discurso planteaba que la renuncia de un presidente no condenado generaría caos institucional. En último momento lo convencieron de que tanto en la Cámara como en el Senado había mayoría para destituirlo. Ordenó entonces a su escritor de discursos uno nuevo, de ‘no más de mil palabras’, y renunció.
Resulta inevitable pensar en nuestros discursos locales; como aquel llamando a la unidad y al consenso que Petro no pronunció en la manifestación del 7 de junio.
El emperador Hirohito quiso disculparse con su pueblo por haberlo involucrado en la guerra, y consideró la posibilidad de renunciar. Pero, a los ojos de los aliados y de los altos dignatarios japoneses, eso hubiera sido tremendamente disruptivo. Reescribir el discurso les tomó más de cinco años y un trabajo de extraordinaria sutileza para usar términos que no sugirieran derrota o arrepentimiento. Hirohito siguió siendo emperador por el periodo más largo de la historia japonesa y fue fundamental en la construcción de una sociedad estable, democrática y próspera.
Otros casos interesantes incluyen el discurso de triunfo que no pronunció Hillary Clinton; aquel con el que se negaba a renunciar Eduardo VIII después de su matrimonio con la divorciada señora Simpson, y el de Eisenhower pidiendo perdón por la ‘equivocación cometida’ lanzando la arriesgada invasión a Normandía el día D.
Resulta inevitable pensar en nuestros discursos locales; como aquel llamando a la unidad y al consenso que Petro no pronunció en la manifestación del 7 de junio. A veces uno se pregunta si Petro escribe sus discursos, o si los discursos lo escriben a él. Su ritmo va cambiando, persigue resonancias, parece un caballo desbocado.
El primer día ‘créase la luz’, mucha luz, tanta que alcance para todo el país y el resto que se exporte. Al segundo día, que brote el agua. El tercero, que la tierra mane leche y miel. El cuarto, que nos llegue sabiduría con una nueva universidad que enseñe “Ingeniería de energías”. El quinto, que las brigadas de salud recorran el territorio. No hay un deseo con el que uno pueda estar en desacuerdo. Pero después del desenfreno del discurso llega el ‘guayabo’ de la ejecución.
Nusbaum muestra en el libro que hay discursos que hicieron falta en la historia, y también otros que fueron efectivos gracias a que no se pronunciaron.
MOISÉS WASSERMAN