Los últimos meses ha habido una explosión publicitaria sobre la inteligencia artificial (IA). En realidad, llevamos unos cinco años en los que han venido emergiendo de compañías y de la academia (especialmente de compañías) lenguajes entrenados en cantidades de textos producidos por humanos para todo lo que uno imagine. La señal de partida la dio, para el público general, la aparición de ChatGPT. Después han salido una cantidad de instrumentos parecidos, construidos por Google, Baidu y otros. Muchos se especializan en asuntos financieros, varios en generación de logos e imágenes. Vimos, hace poco, imágenes artificialmente inteligentes (?) del papa Francisco portando un abrigo blanco muy elegante, y de la captura de Trump.
A finales de marzo circuló una carta abierta pidiendo a los desarrolladores suspender por seis meses sus investigaciones. No estaba dirigida específicamente a nadie. Era algo así como una oración al todopoderoso Señor del Universo para que nos libre del mal. Cuando la vi ya tenía unas 30.000 firmas. Las primeras eran de la mayoría de desarrolladores de software importantes: Elon Musk, por Twitter; Steve Wozniak, cofundador de Apple, cantidad de presidentes (CEO) de empresas de cómputo y, por supuesto, Yuval Noah Harari, quien cambió su profesión de historiador por la de profeta.
La carta tenía los componentes adecuados: algo de amenaza apocalíptica, declaración de virtud de los firmantes y ningún alcance práctico. Para comenzar, no vi chinos, rusos, hindúes o iraníes entre los firmantes. Su estilo y redacción parecían un producto de ChatGPT. Como si los firmantes hubieran decidido jugar una broma y le hubieran pedido al mismo chat escribir una carta advirtiendo sobre sus peligros.
Podemos espantarnos porque va a eliminar trabajos rutinarios, o pensar que abre el campo para muchos otros, tal vez más interesantes.
El hecho es que ya pasaron dos meses y no se ha suspendido la investigación (incluida la que hacen varios de los firmantes). Más aún, cada día sale algo nuevo. Hubiera sido más útil acelerar (sin duda ya está en camino) el desarrollo de un instrumento tecnológico que le permita a uno o al servidor detectar los productos de IA. Algo como los antivirus.
Los bombos publicitarios son malos referentes para tomar decisiones correctas. Hay que tener muy en cuenta que esto apenas comienza. Nos esperan sorpresas; efectivamente hay peligros, tenemos que estar alerta. Pero debemos reconocer que es un desarrollo inevitable; hay que ver dónde están las oportunidades y cuáles son las reales amenazas. Sin duda, va a reemplazar muchos trabajos (no será la primera vez que suceda). Ya es evidente que escribe mejores pliegos que los abogados, diagnostica imágenes médicas con mucha precisión y diseña planes de trabajo, escribe informes y hace contabilidades; sugiere portafolios de inversión, y más. Pero es muy improbable que escriba una de esas sentencias magistrales de los grandes jueces, o que proponga políticas económicas revolucionarias.
Va a aumentar la brecha de productividad entre países con diferente nivel de desarrollo. Eso nos sugiere cerrar las brechas tecnológicas; no sirve para nada escribir manifiestos. Podemos espantarnos porque va a eliminar trabajos rutinarios, o pensar que abre el campo para muchos otros, tal vez más interesantes.
La pregunta de si la inteligencia artificial es inteligente no tiene una respuesta sencilla. Pero si preguntamos si entiende las preguntas que le hacemos, la respuesta es no. No entiende, revisa una inmensa cantidad de texto, hace asociaciones estadísticas entre palabras y organiza todo eso en tablas, figuras y textos, regidos por reglas claras. No son creativos o imaginativos, están bien compilados; por eso son generalmente coherentes, plausibles y bien escritos, aunque a veces dicen tonterías; en eso se parecen a la inteligencia humana.
MOISÉS WASSERMAN