Al fin pasamos del debate público al trámite parlamentario de los proyectos de ley del Gobierno: el plan de desarrollo, la reforma del sistema de salud, la reforma de las pensiones y la reforma laboral. Todos ellos complejos y difíciles de digerir por el común de la opinión, aunque alineados con la propuesta electoral del Pacto Histórico, que tiene el derecho democrático de plantear iniciativas legislativas que traduzcan la dimensión del cambio que propone.
Llegó el momento de que el país, representado por su Congreso, debata si esos cambios, por su orientación y envergadura, son los que más le convienen a Colombia, teniendo presente que estamos obligados, sin aprehensiones, a analizar la visión del poder de turno sobre cómo alcanzar una sociedad más incluyente e igualitaria. De cualquier forma, los colombianos esperan reformas.
Hasta ahora, la aproximación a estos proyectos se ha llevado a cabo en un plano eminentemente técnico, sin reparar que, en conjunto, ellos proponen una nueva concepción y arquitectura del Estado. Un nuevo modelo de organización de nuestra sociedad. Por allí debería empezar el debate de fondo. No por el examen técnico de los incisos, lo que, al final, nos hace caer en la trampa, por inercia, de aceptar la concepción estatista de las propuestas.
Es imperativo que Colombia acoja el viejo socialismo como un modelo paradigmático, caracterizado por la centralización de los recursos colectivos en cabeza del Estado, que –por definición– excluye la libre elección de agentes prestadores de servicios, en un ambiente concurrencial, o –por el contrario– ¿es posible que en el marco de un socialismo moderno, el Estado y el mercado actúen amigablemente e, inclusive, compitan, en beneficio de toda la comunidad?
Lo cierto es que los proyectos que empiezan a debatirse tienen, como denominador común, un modelo de sociedad que gira alrededor de un Estado planificador, interventor, operador y benefactor, con una presencia lánguida del sector privado en la vida social. ¿Acaso es cierto que en pleno siglo XXI el Estado es el único factor de bienestar colectivo y que nuestro desarrollo debe depender en el futuro del papel dominante del sector público?
Para empezar, esta visión no guarda sintonía con la confianza ciudadana en las instituciones oficiales. Esta ha llegado a su punto histórico más bajo, en todas las encuestas de opinión, al punto de que, según el barómetro Edelman 2023, solo el 27 % de los ciudadanos creen en sus gobiernos, al paso de que existe un creciente sentimiento aspiracional de que haya una mayor participación de las empresas en los asuntos sociales. ¿Tiene sentido, entonces, que para resolver nuestros problemas lo único que se nos prescriba sea más goticas de Estado?
Por otro lado, ¿será prometedora esta concepción de organización social, cuando no hemos podido resolver el problema de la corrupción, que lideran las derechas y las izquierdas, y sin que las iniciativas propongan una sola idea para enfrentar este flagelo? Tan es cierto esto que en el plan de desarrollo no hay ni una sola línea de acción en esta materia. En últimas, lo que se haría sería hacer crecer el tamaño del queso en las puertas de una ratonera.
Si se mira en perspectiva el movimiento reformista de estos días, aparece evidente la voracidad del Estado, que se hace con billonarios recursos y se convierte en el mayor prestador de los servicios colectivos, haciendo a un lado a los privados. Esa es la esencia de los proyectos. Nadie puede asegurar que con la reforma de la salud tendremos un mejor servicio, pero sí que la Adres dispondrá a sus anchas de todo el dinero del sistema y que será el final de las EPS. Lo mismo pasa con la reforma pensional, en la que el Gobierno vuelve a hacerse con los ahorros pensionales de los trabajadores, como fue en el pasado, cuando se los comió insaciablemente, mientras se hace efectiva la sentencia de muerte a las as privadas de pensiones.
¿Es lo que nos espera? ¿Más Estado... y, luego, carné del partido central?
Taponazo. Está en juego la autonomía del Congreso.
NÉSTOR HUMBERTO MARTÍNEZ NEIRA