Después de varios meses de espera para ver sus resultados en la plataforma digital, cinco décadas o más de considerarse irrealizable y retadora su adaptación en imágenes, cuando su mismo autor se opuso en vida a semejante posibilidad, seguirán causando revuelo estos primeros capítulos macondianos gracias a una difusión mundial que ha desatado diversos comentarios entusiastas o complacientes algunos y decepcionantes otros.
Aunque hace quince días se inició su masiva transmisión en redes de una primera parte, hasta completar más de ocho horas de reproducción, en mi caso particular he dejado pasar un tiempo prudente para comentarla, ya que cada capítulo o episodio corre paralelo con la relectura de sus primeras 150 páginas en la edición conmemorativa de la Asociación de Academias de la Lengua Española en el onomástico número 80 del nobel ‘Gabo’.
Debo itir que al ver sus dos primeros episodios (‘Macondo’ y ‘Es como un temblor de tierra’), dirigidos sucintamente por el argentino Alex García López, caí en una especie de enajenamiento al percibir –siendo la primera impresión– una cadena de relatos dramáticos insuficientes y deshilvanados con actuaciones flojas o anodinas, transcripciones de frases en off, excesos escenográficos y vestuario más propio de un ballet folclórico.
Dos inmediatas reacciones positivas: ambientaciones nocturnas de interiores tenuemente iluminados por mecheros y rostro de cera ensimismado adjunto a la mirada interiorizada del actor Claudio Cataño –escultórica personificación del desgraciado coronel Aureliano Buendía–. Sin embargo, empecé a notar que las atmósferas caribeñas originales se desvanecían frente al revoltijo de acentos intervenido por vestuarios hechos en serie y cierta tendencia innecesaria de recrear escenas eróticas o violentas, perpetradas en un principio por las prevenciones de Úrsula sobre su primo José Arcadio para no parir criaturas monstruosas.
De sus dos primeros episodios, equivalentes a los capítulos consecutivos no titulados del libro, destacaré tres de sus inolvidables relatos: lo que “había de recordar el coronel Aureliano frente al pelotón de fusilamiento”, la pelea de gallos que culmina en el crimen de honor asestado sobre Prudencio Aguilar –vuelto fantasma intensivo y causal del destierro del matrimonio que fundará Macondo– y … la influencia ejercida por el mago–alquimista Melquiades sobre el patriarca que buscó con desespero capturar a Dios en la cámara oscura de un daguerrotipo.
El cuarto, quinto y sexto capítulo, dirigidos por la brillante cineasta antioqueña Laura Mora (Matar a Jesús y Los reyes del mundo), sí pasaron la prueba definitiva por su fluidez narrativa, nudo dramático y acertada transcripción visual.
En esta primera fase de tan legendaria saga traducida en imágenes audiovisuales, que a su vez cubre casi la mitad del libro, desfilan en espiral tres generaciones de la estirpe maldita de los fundadores del hipotético pueblo cataquero: nacimiento y desarrollo del mito que rompió las fronteras entre lo real y lo maravilloso, amores incestuosos del imaginario materno y progenie de peculiaridades solitarias; igualmente, apogeo y decadencia en tiempos de conflictos civiles, locuras desbordadas y defunciones ineluctables. Del contrapunteo estilístico y narrativo de una historia tanto familiar como social, que cubre realidades ficticias y maravillosas, las dimensiones propias de lo mítico e histórico, de lo imaginado y ficticio-cotidiano –según Vargas Llosa–. Porque Macondo “no es un sitio en el mundo sino un estado de ánimo” (GGM).
Me detendré en tres capítulos –el cuarto, quinto y sexto-, dirigidos por la brillante cineasta antioqueña Laura Mora (Matar a Jesús y Los reyes del mundo), cuyas fieles adaptaciones en referencia sí pasaron la prueba definitiva por su fluidez narrativa, nudo dramático y acertada transcripción visual. ‘El castaño’ –árbol del patio en donde es amarrado aquel patriarca enfurecido–, ‘El coronel Aureliano’ o el destino fatal de la hija menor del primer corregidor de filiación conservadora y un tercero, tras los amores locos del primogénito Arcadio con Pilar Ternera. También, andanzas sentimentales y batallas perdidas del liberal curtido Aureliano quien finalmente se casará con su hermana adoptiva Rebeca.
Desde su introducción, en el primer minuto del cuarto episodio, marcha de protestantes presidida por José Arcadio –plana y sin carisma la caracterización de Diego Vásquez– se dirige hacia el despacho del doctor Moscote –divertida creación de Jairo Camargo– para aclarar que autoridad y Gobierno siempre han sido atributos de sus fundadores. En plano-secuencia, desfile que avanza por la calle principal y da una vuelta en la plaza. En simultánea, la llegada del doctor Moscote, su esposa y seis hijas casaderas en carreta de caballos por una trocha; prosiguen las órdenes gubernamentales de pintar las casas de azul, entre radicalismos y enfrentamientos bien sabidos de liberales, radicales rojos y Fuerzas Militares.
Se desatan sueños y olvidos, soledades y muertes. Ahogamiento en el río del visionario Melquíades, que provocará la locura furiosa del patriarca y un aquelarre en busca de su resurrección; amor no correspondido del profesor italiano de música (Bruno Crespi), la comedora de tierra (Rebeca) y su hermana despechada (Amaranta); sueños preagónicos del loco José Arcadio, con infinidad de cuartos iguales oscuros hasta quedarse en uno de ellos y gritar que… “el tiempo se ha detenido y la eternidad comienza”.
Cunde el absurdo en pantalla: ¿qué día es hoy? Martes, pero sigue siendo lunes para José Arcadio. Sobreviene el duelo en Macondo: “Remedios en todas partes y remedios para siempre”, cuando Aureliano pierde a su niña. Provoca el desconcierto, porque “el amor es una peste” o… “es que la guerra ha terminado con todo”.