En una de esas reuniones de nostálgicos que añoran los tiempos en los que la comunicación entre las personas era menos áspera, un amigo español me regaló un librito titulado Nobleza de espíritu y subtitulado Una idea olvidada. El autor (Rob Riemen, un ensayista holandés) advierte que en estos días no es nada frecuente oír de cualidades universales y valores humanos permanentes como verdad, bondad, respeto, justicia y razón. Menos frecuente es oír que esos valores se defiendan como sustento de la vida en sociedad. Quien lo hace se arriesga a ser mirado como un vejestorio que recuerda reliquias obsoletas. Sin embargo, el mundo está lleno de gente noble. Esto suena elitista y aristocrático; pero no se trata de ‘nobleza de sangre’ sino de espíritu. Dante lo dijo: “Doquiera que hay virtud existe nobleza, mas no a la inversa”.
El libro contiene varios ensayos, a veces entrelazados, sobre personas que se comportaron con nobleza en momentos de crisis. El primero es sobre Thomas Mann, quien se inventó la expresión “nobleza de espíritu” en una de sus novelas, y sobre su resistencia a aceptar las corrientes autoritarias que se tomaron a Europa en sus días.
En un salto vuela a Atenas, también amenazada y perdidos sus valores tradicionales, juzgaba a Sócrates por pervertir a la juventud. Él, a costa de su vida, se negó a renunciar a su nobleza: “Hay acusadores que se amparan en su piedad, pero ¿cuán piadoso puede ser quien aun sabiéndolo todo de los dioses y cumpliendo dócilmente todos los ritos, aborrezca a sus prójimos?”. Entre el público estaba el joven Aristocles, quien había regresado recientemente de la guerra y que por sus anchos hombros fue apodado Platón. Él se propuso legar esas enseñanzas a la posteridad.
En otro ensayo se traslada a la Francia de la posguerra, una reunión en la casa de André Malraux a la que asisten Arthur Koestler, Jean-Paul Sartre y Albert Camus, quien rompe con sus posiciones anteriores (y con Sartre) llamando a los otros a reconocer públicamente que estaban equivocados en sus teorías escépticas y cínicas, que existen valores morales universales, y que esforzarse en adelantarlos es un principio de esperanza.
Un concepto, primo hermano del anterior, es el de ‘sentido común’. Entre los romanos se definía como la sensibilidad humana natural hacia otros seres humanos y la comunidad. Hay otras definiciones que coinciden en darle un sentido práctico, como la capacidad para tomar decisiones cotidianas con mesura, prudencia y habilidad. El filósofo americano del siglo XIX Ralph Waldo Emerson decía que es “un genio vestido en ropa de trabajo”.
En épocas de pugnacidad y conflicto, como la que vivimos, con redes sociales que casi por naturaleza mueven al insulto, y con poderosos que demuestran rabia y desprecio por quienes dependen de ellos, hay que buscar consuelo y refugio en los nobles de espíritu.
El sentido común puede errar y de hecho muy frecuentemente lo hace. Pero uno de sus pilares es el reconocimiento de su ‘habilidad para equivocarse’. Ese reconocimiento le permite corregirse cuando nuevos hechos, o explicaciones, lo refutan. Otra de sus cualidades es el pragmatismo que lo hace escoger siempre una solución buena y posible sobre la perfecta irrealizable. Ve cada paso del progreso como otro más, nunca como el definitivo ni el último.
En épocas de pugnacidad y conflicto, como la que vivimos, con redes sociales que casi por naturaleza mueven al insulto, y con poderosos que demuestran rabia y desprecio por quienes dependen de ellos, hay que buscar consuelo y refugio en los nobles de espíritu que nos rodean. Se reconocen por su benevolencia, sus amplias y cálidas sonrisas, porque hablan claro, sin falsas sofisticaciones y sin introducir veneno en lo que dicen; rara vez odian a alguien, miran a los ojos, dan la mano, saludan respetuosamente a todos, y tienen esa ‘rara manía’ de cumplir con las normas; con esas normas que la sociedad ha construido para minimizar conflictos y promover soluciones.