Las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI) ascienden a 49.000 millones de toneladas de CO2 equivalente al año, las cuales se derivan principalmente de la generación eléctrica con combustibles fósiles. Y el 70 % de esas emisiones son producidas por menos de 10 países, todos industrializados. Por ello, la agenda de transición energética, entendida en una de sus principales dimensiones como la sustitución de electricidad basada en hidrocarburos a una basada en fuentes renovables, tiene todo el sentido en esos países.
En los nuestros, en vías de desarrollo, escasamente industrializados, que aportamos poco al total de emisiones globales, buena parte de estas se asocian a actividades agrícolas, ganaderas y a la deforestación. En Colombia, además, la matriz de generación eléctrica ya es renovable en más del 70 %. De manera que la generación que quedaría por sustituir a fuentes renovables es menor. El impacto de dicha sustitución es reducido. Y la pertinencia, en nuestro contexto, de dicha sustitución, es discutible.
En el marco de lo que podría denominarse una agenda genérica de transición energética, se promulgó en 2019 una ley de incentivos fiscales para la promoción de vehículos eléctricos. Desde entonces, conforme a cifras de Andemos, hasta el año 2021 las ventas de este tipo de vehículos crecieron más de 18 veces.
Aunque hay,
por supuesto, un objetivo climático común, cada país debe hacer lo que
le corresponde, en concordancia con su propio contexto. Lo que es pertinente
allá no lo es necesariamente acá.
Sin embargo, esos vehículos, por su precio, son casi que bienes de lujo, a los cuales solo acceden personas de altos ingresos, y que, por el pico y placa, corresponden mayoritariamente a híbridos ligeros con escasa o nula autonomía eléctrica. Además son especialmente vehículos livianos que representan menos del 4 % de las emisiones del sector transporte, especialmente de material particulado; mientras que, en cambio, los vehículos de carga representan más del 60 % de la contaminación del aire que, como lo ha sustentado el DNP, ocasiona alrededor de 8.000 muertes anuales.
Dicha ley, aunque loable en sus fines, implica: tener un sistema de subsidios, en uno de los países más inequitativos del mundo, para personas de mayores ingresos; hacer una contribución casi nula a la mitigación de GEI –y marginal en cuanto a reducción de material particulado o smoke–; y sacrificar billones de ingresos fiscales, que en materia ambiental podrían ser destinados a renovar la flota de transporte de carga, en adaptación climática de poblaciones costeras, o en la lucha contra la deforestación que, en el mismo periodo comparativo de aplicación de la ley, ha representado la pérdida de más de 500.000 hectáreas de bosque.
No tiene por qué adoptarse una agenda genérica de transición energética. Aunque hay, por supuesto, un objetivo climático común, cada país debe hacer lo que le corresponde, en concordancia con su propio contexto. Lo que es pertinente allá no lo es necesariamente acá. En países en vías de desarrollo, y privilegiados, como Colombia, por su riqueza natural, seguramente lo pertinente es que el sector Afolu (agricultura, silvicultura y otros usos de la tierra) deje de ser un emisor de emisiones y se convierta en un sumidero neto de estas, tal y como lo plantea la Agencia Internacional de Energía.
No es justicia climática que, por reducir a la mitad nuestra producción de hidrocarburos, se pierdan más de 360.000 empleos, como fue cuantificado por el DNP, la AFD y la Cepal. La reducción, progresiva, de la producción de hidrocarburos sí debe ser un objetivo de largo plazo, pero, en nuestro contexto, solo debería ser factible, justa, cuando exista una política de promoción de la actividad económica en sectores sustituyentes como la agroindustria y el turismo.