He aquí una historia llamativa por lo atroz. Algunos medios la rotularon como “Mataron los sueños de Cata” y su protagonista fue una niña de diez años violada y asesinada en una estación de Policía de Bogotá en 1993. Aunque no era habitual, este crimen fue significativo, demostró que en una estación puede suceder cualquier cosa. Además de atroz, la noticia fue sintomática, entre otras razones, porque permitió reforzar la imagen de una policía corrupta y criminal y, de paso, considerarla como un peligro para los ciudadanos. Esta noticia no sólo fue un golpe determinante para la institucionalidad, sino también un parteaguas para la familia superviviente.
Una de las primeras dificultades del caso fue la identificación de los sospechosos del crimen, pues los posibles culpables abundaban como las conjeturas y las versiones de lo que sucedió aquella mañana de domingo —el padre de la niña, que era patrullero, fue el primero acusado—, se sentía una atmosfera de indignación que llenaba calles y plazas públicas, tal como hoy se expresa en el TimeLine de Twitter; así lo retrataron varios murales en la carrera Séptima: “Bogotá: la (A)tenaz suramericana”.
La historia de la niña dinamitó la cordialidad: se convocaron marchas y plantones frente a la Estación de Policía Germania —donde ocurrió el crimen—, cientos de estudiantes de la zona organizaron homenajes y plantones; el columnista más importante de entonces (Enrique Santos Calderón en su Contraescape de El Tiempo) que se empeñó en hacer preguntas incómodas y necesarias en apoyo a la familia ultrajada, que escribió con amargura por la lentitud del caso o la falta de voluntad de los investigadores, que se sorprendió por la imposibilidad de resolver el caso con razones objetivas y protestó furioso:(“¿Qué es lo que pasa?”, escribe Santos Calderón, “¿Qué falta? ¿Es falta de voluntad o franca ineficacia?” […] “Tanto silencio es sospechoso”)—. ¿Un caso que desbordó la realidad de su época? Sí, más o menos como el de los jóvenes de Soacha, que fueron asesinados por del Ejército que seguían una línea de mando y presentados como insurgentes; o como el del muralista Trípido; o como Yuliana Samboní, secuestrada y asesinada en un apartamento en el sector de Chapinero Alto. Se trata de casos esenciales de la historia reciente que, como el de Sandra Catalina, marcaron un antes y un después.
A veces tengo la impresión de que el proceso de las víctimas se debate en una telaraña de remordimientos, pesadillas, medias verdades y medias mentiras.
¿Y la demolición del edificio de la estación Germania? No fue un invento: fue solo una pequeña parte de verdad que amasó una reparación tardía. En una conversación del mes pasado, treinta años después de la tragedia, la madre de Sandra Catalina me contó: “(en la demolición, organizada por la Universidad de Los Andes) pasó un sentimiento de impotencia que albergó todo mi ser. Cuando agarré la maceta de albañil sentí dolor y rabia por lo que pasó”. Sobre su trabajo en defensa de los niños y niñas que sufrieron abuso sexual recordó: “Quienes hemos sentido ese dolor en carne propia, sabemos que no pasa nada en Colombia”. Y frente a mi inquietud sobre si seguía sintiéndose martirizada, me respondió con franqueza: “Dios hace parte de este proceso que no fue fácil. Debo seguir en la lucha, pero esta vez, con más herramientas espirituales”.
No es que las víctimas se desentiendan de su realidad y de sus semejantes; es que asumen que lo mejor que pueden hacer para seguir viviendo es centrarse en la vocación de servicio y, al menos temporalmente, apoyar su pena con la de otros. Se trata, entonces, de una paradoja esencial, que consiste en un viaje interior por el dolor y la aceptación para abrirse, es separarse para unirse a los otros: el deber del superviviente es dar testimonio de lo que sucedió, lo llamó Elie Wiesel, superviviente del Holocausto judío.
Como Elie Wiesel o las madres de Soacha, la madre de Sandra Catalina no ha vivido al margen de su tiempo, no creyó que la muerte de su hija fuese inútil o insignificante (incluso, el caso fue uno de los primeros en resolverse con pruebas de ADN en nuestro país), no se despreocupó de su familia y su futuro. Avanzó. A veces tengo la impresión de que el proceso de las víctimas se debate en una telaraña de remordimientos, pesadillas, medias verdades y medias mentiras, algunas seleccionadas por la memoria en busca de significado. Decía un neurólogo que la vida se vive hacia adelante y se comprende hacia atrás. La historia de la madre de Sandra Catalina parece representar esta resignificación del dolor y la esperanza: la vida es digna de ser vivida, a pesar de la calamidad y la desdicha que hay en ella.
Quedan algunos interrogantes finales para la madre de la niña, que son los mismos de hace tres décadas: ¿Qué sucedió con el asesino de su hija? ¿Y con el padre? ¿Y el dinero de la reparación? Ella dice: “No sé, la verdad no sé dónde está hoy el asesino de mi hija”; y lo peor: “No le permiten averiguarlo”. Agrega que no sabe mayor cosa de su exesposo, tan solo que malvive solitario en un apartamento estrecho. Y del dinero, fueron más las habladurías. Como toda historia que termina a tiempo empieza de otra manera, las historias de Catalina y de su madre, son la historia misma del país.
FERNANDO SALAMANCA
@Sal_Fercho