En 1997, Javier Pérez de Cuéllar, en su prólogo al informe de Cultura y Desarrollo, ‘Nuestra diversidad creadora’, advertía: “Cultura significa cultivar. Hoy más que nunca se necesita cultivar la creatividad humana. Los individuos y las personas no pueden adaptarse a lo nuevo y transformar sus realidades sino por la iniciativa y la actividad creadora”. Lejos estábamos de pensar que hoy, avanzado ya un nuevo siglo, tendríamos que recordar estas palabras porque tenemos un joven Ministerio de Cultura que, acabando de cumplir veinticinco años, se ha quedado sin brújula. Sin brújula porque pareciera que el Gobierno no hubiera arrancado, la mayoría de sus cargos directivos están en interinidad y no se cuenta con una agenda estructural ante un presupuesto importante.
No sabemos quién será el capitán o la capitana del barco y de qué depende su nombramiento, tampoco conocemos la ruta. Es como salir al terreno de juego sin saber cuál es el equipo, cuáles serán las metas ni cómo será la estrategia para alcanzarlas, cuando ya dentro de poco estaremos por la mitad del primer tiempo.
Es penoso que en medio de tantas reformas estructurales y anuncios de megaproyectos tengamos un plan de desarrollo con un vacío visible en todas las áreas de lo cultural. Por ejemplo, en el campo musical, en el que parece que retrocedimos al siglo XIX. En un país que es una potencia precisamente por su diversidad musical, lo único en la agenda parece ser la discusión arcaica de la música sinfónica versus las músicas tradicionales y urbanas. Es bien sabido que las músicas, en su diversidad, deben tener el mismo nivel de prioridad, puesto que se alimentan unas de otras, se complementan y se van recreando.
Para ello se debe trabajar un sistema musical integrado, con profesores de planta, construcción, distribución y mantenimiento de instrumentos, estímulos al consumo cotidiano y en vivo, en fin, con visión de ecosistema en todas las regiones del país, para buscar sostenibilidad y dignidad de todas las músicas. Pero sumemos a esta cacofonía en que se ha transformado la política cultural para la música el grave hecho de no discutir temas tan importantes como la crisis de la lectoescritura, que es la base de todo.
Colombia ocupa los últimos lugares de las pruebas Pisa en lectoescritura, según la Ocde. Y sabemos que las próximas pruebas Saber van a develar la gravedad de los analfabetismos funcional y digital en el marco de una “pospandemia”. En un país en el cual las bibliotecas públicas y escolares por número de habitantes son insuficientes, la cantidad de libros que circulan es muy limitada (según la Cámara Colombiana del Libro, se cuenta con tan solo 124 librerías, y tan solo 17 municipios realizan ferias del libro) y aún tenemos muchos territorios marginados de conectividad.
Con este panorama, no sorprende que los colombianos lean, según diferentes fuentes, entre 1,9 (Lectupedia) y 2,7 libros al año, por debajo de Venezuela, Brasil y Perú. Por eso es tan preocupante que el proyecto de Plan Nacional de Desarrollo no cuente con un planteamiento sistémico para reducir una de las desigualdades culturales, educativas y tecnológicas más críticas para el desarrollo. ¿Cómo queremos que la mayoría del país lea, sin libros, sin una masa crítica de promotores de lectura estable y sin conectividad? ¿Cómo vamos a revertir los indicadores?
Un artista que aprecio mucho me decía que ante la falta de inspiración de la realidad hay que recurrir a la ficción. Entonces, me pregunto con un optimismo algo trágico: ¿será que nos despertaremos con un liderazgo ejecutivo en el sector cultural que plantee una agenda de renovación y construcción de nuevos futuros? ¿Será la cultura portadora de buenas noticias pronto? ¡Ojalá!
Volviendo a la brújula, es triste que con mayor combustible (financiación) para el barco, estemos perdidos.
PAULA MORENO
En Twitter: @paulamorenoz