“Esto no es una coyuntura; para nosotros ha sido la realidad. Vivimos confinados, bloqueados y amenazados por otros virus”. Eso me dijo una líder caleña de 25 años, cuando le pedí su balance de la situación. Al final agregó: “... lo que quiero es que cuando tenga 50 años sea diferente, quiero pensar en nuevos futuros”. Ese deseo me dejó pensando en este país, al que se le está borrando el maquillaje y ahora se ve más real, con cicatrices, con acné. Las capas de base, al igual que las pestañas postizas se han ido cayendo, exponiendo una piel que requiere cuidados no solo tópicos, sino desde adentro: hidratación, alimentación, bienestar.
Hace unos días estuve en Cartagena, una ciudad que se maquilla de turismo y de glamur para unos pocos, y que con corrector oculta a quienes viven en ella y la sufren. Esa ciudad, con delineador y sombras, termina marchitando su belleza entre las murallas que siguen esclavizando e invisibilizando a su gente. ¡Qué contradicción! Lo que más quiere exhibir es lo que más esconde su esencia. El transporte, los servicios públicos, los precios... tantas cosas separan a esa Cartagena mayoritariamente periférica de su centro.
Cartagena, con sus lentes de o, es miope frente al turismo sexual y ciega frente a desapariciones como la de Alexandrith Sarmiento, de quien hace tres meses nadie da razón. La ciudad no se reconoce negra, indígena, mestiza, llena de color. Sin embargo, ahora que ya no es anfitriona de tantos eventos (a los cuales asiste todo el mundo, menos la gente de Cartagena), debe ocuparse de la ‘ciudad real’, esa en la que casi el 70 % de la población expresa solo consumir una comida al día, según el último reporte del Dane. Entonces, sin maquillaje, se da cuenta de que la belleza escapa de las murallas y florece en barrios como Nelson Mandela, donde, bajo el liderazgo de artistas como Dayro Carrasquilla, se generan procesos que le dan vida. La ciudad se devela desde adentro con su gente, no con bellezas limitadas y postizas. No sé si vamos a aprender que debemos replantear el país, desde todos y para todos. No podemos seguir maquillándonos para ser el Miami del sur o el Beverly Hills caleño, construyendo más clubes, colegios segregados y espacios sin ninguna integración social que terminan generando mayor distancia y violencia.
Esta pandemia, que marca un antes y un después, exige un ejercicio para reimaginarse el país y su liderazgo. Ya no sirve que sigamos conduciendo, concentrados en el espejo retrovisor (de glorias o errores pasados); tampoco peleando con los carros de al lado, ocupados por líderes (léase: personas con ciertos cargos) que terminan por estrellarse, dado que no están mirando hacia adelante. En cambio, me llama la atención el término ‘primera línea’ de ese país que cambió, que se está abriendo paso y ya no come cuento de élites de apellidos, puestos o porque sí.
Antes de la pandemia, la primera línea se definía por el ‘know who’ en vez del ‘know how’. Ahora la gente se autodenomina y se agencia. Las mamás, los hijos, las periferias dicen: “Nosotros también somos el centro; somos iguales, estamos en la primera línea igual que ustedes”. El futuro de Cali ya no se define en el club X o en el barrio Y, sino en Siloé, en Aguablanca; Cartagena se juega su porvenir en Nelson Mandela o El Pozón, donde está la gente que no va de visita, sino que la siente.
La pandemia nos desmaquilló, reveló nuestra belleza natural. Debemos nutrirla, irarla y honrarla; percatarnos de que no eran necesario tanto rubor y tanto iluminador, sino irradiar nuestra esencia, lo que realmente somos. A fin de cuentas, como lo escribió Alejandro Casona, “la belleza es la otra forma de la verdad”.
PAULA MORENO