Colombia es un país espasmódico. De cuando en cuando es atacado por una especie de onda expansiva del odio que se toma los espacios de la deliberación pública. Convierte cualquier forma de diálogo en campo de confrontación, cualquier argumento en medio privilegiado de agresión y el sufrimiento del otro como fin del vínculo social. Todo ocurre en el receptáculo burdo de las redes sociales. Es el dispositivo que activa el odio. No importa lo que se diga o se haga con tal de causar daño. Porque el odio es eso, un “sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producir daño o de que ocurra una desgracia”. Su principal característica está en tener la fuerza de expandirse socialmente y el poder de nublar las conciencias colectivas hasta un grado tal que termina sometiendo el comportamiento de las personas hacia conductas que, en estado de conciencia, no harían otra cosa que rechazar.
Presionados por las nuevas formas de exposición pública, la cultura del odio copa todos los espacios políticos y sociales. Los códigos, valores, principios y costumbres parecen sometidos por el odio. Lo que empieza como un diálogo rápidamente pasa al terreno de las provocaciones y de allí, a la ofensa. Cualquier idea que se exprese, o acción que se realice, puede ser interpretada como una ofensa. No importa si fue expresada con ese propósito o no. Lo cierto es que se dijo o se hizo. Y eso ya amerita una respuesta que cause un dolor similar o superior al que lo produjo.
Es lo que vivimos por estos días. El título de un artículo (‘Nadie es eterno en el mundo’) escrito por una periodista con el propósito de analizar un fenómeno lleva a que uno de los afectados se considere agredido y responda utilizando el mismo recurso literario (la letra de una canción popular) con el propósito de causar un sentimiento similar o superior al que sintió cuando leyó el artículo. La diferencia radica en que, por el lugar político y militar que tiene este último (ser el máximo jefe del Eln), la interpretación pasa de la provocación a la amenaza. La simple posibilidad de tener las armas para hacer realidad la amenaza le da una connotación distinta al hecho. Ya no es un simple cruce de trinos ofensivos. Es la realidad de un país de respuestas violentas.
La cultura del odio, latente en nuestra sociedad, reaparece carcomiendo rápidamente los códigos y patrones del comportamiento social, para instaurar en su lugar códigos y valores del daño.
Pero no es el único campo de degradación. Una entrevista radial a un líder social, un empresario o un alto funcionario del Gobierno que se desarrolla dentro de lo normal, puede terminar en una sorpresiva andanada de señalamientos y acusaciones del entrevistador contra el entrevistado que, sin tener oportunidad de responder, queda sometido al escarnio público. Lo mismo sucede con cualquier informe o análisis que se produce en los medios o circula en las redes. No se interpreta lo que se dice, sino que se valora por quien lo dice. En los programas de opinión o en los debates públicos cuando no se recurre a mentiras o datos imprecisos, se esgrimen medias verdades en las que alguien termina como aquel sobre el que totalizan las culpas y los problemas de la sociedad. Como si su condición de periodistas o “analistas” de medios le diera patente de corso para tratar de cualquier manera los hechos y las personas que los protagonizan.
Nadie parece tener el sosiego para pedir compostura o la auto-regulación de la sociedad. Sobre todo cuando uno de los actores principales de esa tragedia es el propio Presidente de la república, que, sin consideraciones de respeto a la verdad o a la ocurrencia de los hechos, no tiene problema en caer en señalamientos o acusaciones que, cuando no lesionan la honra de las personas, presentan distorsionados los acontecimientos. La cultura del odio, siempre latente en nuestra sociedad, reaparece carcomiendo rápidamente los códigos y patrones del comportamiento social, para instaurar en su lugar códigos y valores del daño y el sufrimiento. Una cultura que puede dar al traste con los esfuerzos por construir una sociedad menos violenta y más deliberante.
PEDRO MEDELLÍN
*Profesor titular de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional