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Entre la vileza y la amargura

No basta con tener mayoría de votos si esa mayoría no se traduce en capacidad para lograr consensos.

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PROFESOR TITULAR DE LA UNIVERSIDAD NACIONALActualizado:

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Vivimos una época de degradación y mezquindad. Por conseguir (o mantener) el poder, los políticos son capaces de cruzar cualquier línea ética o moral. No importa que eso implique que se pierdan años de esfuerzos y sean muchos los afectados. Lo peor es que semejante propósito se encubre con los más nobles ropajes. En nombre de la democracia, la solidaridad y la inclusión, se permiten malos comportamientos, las más despreciables actitudes.
(También le puede interesar: El inútil régimen de la soberbia)
Hace pocos días, el escritor Antonio Muñoz Molina se quejaba de la llegada a España de lo que llamó “la era de la vileza”, a la que definió como “aquella en la que habrán desaparecido todos los límites a la manipulación y a la mentira, y en los que la calumnia se difundirá con la desenvoltura de una sonrisa publicitaria y con la eficiencia multiplicadora del estercolero inmundo de la prensa sin escrúpulos y de las redes sociales”.
Y lo hacía porque en las elecciones españolas, el candidato del Partido Popular (PP) había recurrido sin pudor a la “repetición metódica del abuso, la injuria y la mentira” como forma de convencer a los electores. Dar cifras que no corresponden a la realidad en los temas de pensiones o utilizar estrategias que conducen al señalamiento o la demonización de los demás candidatos (sin importar que con ello convierta a su socio natural –Vox– en un “ultra” al que todos debían señalar y excluir) aparecen como recursos impropios que no son nuevos. Solo que esta vez emergen como un hecho “institucionalizado” y “validado” por las redes sociales, que inclementes ya han emitido una condena.
Lo sucedido en España nos debe servir de ejemplo a los colombianos. Petro tiene el Gobierno, pero no
la capacidad para generar consensos y por tanto para aprobar sus reformas.
Pero la vileza también tiene sus mecanismos de compensación. Los 8 millones de votos obtenidos por el PP resultan insuficientes para asegurar la investidura como presidente de gobierno de su candidato, Núñez Feijóo. La seguridad con que pregonaba el regreso del PP al gobierno se convierte en la amargura de tener que pactar con otras fuerzas políticas que antes había rechazado, a ver si le dan los votos para obtener la investidura.
La conclusión es atractiva: en una democracia parlamentaria, no siempre el que gana las elecciones es el que gobierna. No basta con tener una mayoría de votos para asumir el poder si esa mayoría no se traduce en capacidad para lograr consensos. Es decir, acuerdos para tomar decisiones y actuar en función de uno o varios propósitos comunes.
El problema está en que, en la búsqueda de esos consensos, no importa si los acuerdos se hacen para mejorar o para empeorar el estado de cosas existentes. Lo que importa es que varios tengan la disposición de seguir por el mismo camino. Pero, cuidado. Lo que parece una virtud democrática en realidad puede ser una guillotina colectiva que acabe con lo construido. Tener propósitos comunes no significa buscar el beneficio común.
Y si la política es un juego de suma cero (lo que unos ganan lo pierden otros), pues el beneficio que están buscando unos necesariamente se va a convertir en una pérdida para los demás. La cuestión está en saber si el Partido Socialista está dispuesto, a cambio de su apoyo, a cumplir con las aspiraciones de los movimientos separatistas e independentistas (que no es lo mismo), con lo que esa decisión implica; o si prefiere bloquear el sistema para evitar que España se desintegre y forzar nuevas elecciones.
Lo sucedido en España nos debe servir de ejemplo a los colombianos. Petro tiene el Gobierno, pero no la capacidad para generar consensos y por tanto para aprobar sus reformas. Insistir en señalamientos o maniobras que profundizan la quiebra de los partidos o terminan de rasgar el tejido social del país nos puede llevar a que cada quien busque defender lo suyo y que lo haga con sus propias armas. Algunos llegarán a tener un propósito común, sin que signifique la búsqueda del bienestar común. Allí, gobernantes y opositores podrán sobrevivir entre la vileza y la amargura, pero cada cual en su palacio, porque nadie tendrá territorio dónde ejercer como tal.
PEDRO MEDELLÍN

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