Lo que el mundo entero vio por televisión hace unas semanas en el debate entre Joe Biden y Donald Trump fue un espectáculo decadente y aterrador: sea cual sea el resultado de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos en noviembre próximo, y si nada cambia, ese país, “el más poderoso del mundo”, como suele decirse, va a estar gobernado por alguien incapaz e inaceptable, aunque por razones muy distintas, eso sí.
Trump es un orate y un megalómano: el caudillo de un proyecto político y cultural aberrante y fascistoide, como de mala comedia o de película de terror de bajo presupuesto, que logró llegar al poder en 2016 y que tiene todo a su favor para recuperarlo este año con catastróficas consecuencias no solo para los Estados Unidos sino para el mundo entero, más urgido que nunca de grandes líderes y estadistas de verdad.
Pero Biden es un anciano estragado por el tiempo y su implacable acción corrosiva: un pobre señor que a duras penas sabe dónde está y que ya casi no puede sostener una idea coherente, a veces ni siquiera una idea incoherente. Es un acto de perversidad (una vergüenza) someter a alguien tan importante en la vida política de su país en los últimos cincuenta años a semejante humillación.
El problema de Biden no es su edad sino su realidad, su evidente declive físico y mental. Trump es su contemporáneo pero está más entero que nunca, con su pelo de hojaldre y su acordeón invisible, su boca de modelo en sesión fotográfica, su piel luminosa, su cinismo rampante: parece treinta años más joven que todos. Ahora que lo pienso, el 94 % de mis amigos tienen esa edad y la mayoría fuman, bailan, beben (de pronto es eso) y están perfectos.
Biden no, y ese hecho va a resultar más relevante e influyente en estas elecciones que las mentiras y los exabruptos que Trump es capaz de difundir, con total desvergüenza, sin descanso ni excepción, cada segundo, como si le resultara imposible deslizar aunque sea una verdad a medias o una opinión sensata. Eso no importa: lo que los trumpistas adoran de su líder es justo su impudicia y su cinismo, esa es la razón por la que votan por él.
Buena parte de las debacles políticas y electorales de los últimos años tienen que ver con la arrogancia y la torpeza de tanta gente que cree que con señalar o repudiar la maldad de las causas malas basta para derrotarlas
Y no sirve de nada el moralismo ingenuo de tantos defensores de Biden que reseñan indignados las miserias y depravaciones de Trump, un criminal condenado. Ante el espectáculo senil y ruinoso, angustiante, del candidato demócrata, eso ya no tiene ninguna importancia y muchos votantes decisivos, en unas elecciones que se van a jugar en el margen de error, están por preferir la locura sobre la demencia, a ese dilema llegó la mayor potencia de Occidente hoy.
Buena parte de las debacles políticas y electorales de los últimos años tienen que ver con la arrogancia y la torpeza de tanta gente que cree que con señalar o repudiar la maldad de las causas malas basta para derrotarlas, como si fuera una obviedad, una verdad universal. Y no es así, en la política nunca es así. Como decía el narrador de Mario y el mago, la parábola de Thomas Mann sobre el fascismo: “No es suficiente querer que algo no ocurra para que no ocurra”.
Trump será lo que sea, todo malo, sin duda. Pero como candidato, como producto electoral, es arrollador. Y para derrotarlo otra vez había que hacer la tarea, es increíble que el Partido Demócrata no fuera capaz de sacar una alternativa clara y funcional, una, justo en el momento en que más peligra esa democracia que fue una de las primeras de la Modernidad. La idea ahora era evitar el desastre, no ayudar a consumarlo.
Pero hay quienes son felices pensando con el deseo, sobre todo en política, y confunden sus obsesiones y sus prejuicios con el deber ser de las cosas. Como si esa fuera razón suficiente.
Lo siento pero no: no basta querer. A no ser que el objetivo sea la derrota.