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¿Por qué nos odiamos tanto los unos a los otros?

A veces pareciera que lo único que entre adversarios tuviéramos en común, fuese el desprecio mutuo.

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Las sociedades modernas están divididas en bandos separados por fronteras más o menos difusas. Y aunque esto en ocasiones resulta aterrador, en realidad no es del todo malo. Al fin y al cabo, la polarización de la sociedad, más que el síntoma de alguna peste, es el resultado de que le hayamos dado cabida a la discrepancia. Aun así, hasta el más distraído de los mortales -que es también el más privilegiado- se habrá percatado que el ambiente entre quienes pertenecen a bandos contrarios es cada vez más hostil. En ocasiones incluso pareciera que lo único que entre adversarios tuviéramos en común, fuese el desprecio mutuo. Y con ánimos de no sucumbir a la resignación, propongo empezar por preguntarnos: ¿Por qué nos odiamos tanto los unos a los otros? Pues bien, a continuación, me atrevo tan solo a sugerir tres explicaciones.

(También le puede interesar: El mal llamado oficio más viejo del mundo)

La primera se refiere a una dinámica que podríamos bautizar como la economía de la trasgresión. Sin bien es cierto que hay cada vez más repudio a la degradación del debate público y cada vez más imputaciones morales a quienes se refieren a sus adversarios en términos denigrantes, es precisamente por esto mismo que quien trasgrede esta etiqueta es quien recibe cada vez más cubrimiento mediático. De ahí que el espectáculo de la trasgresión se convierta en una herramienta cada vez más efectiva para darse a conocer. Mejor dicho, entre más unánime se vuelve el pedido a bajarle de tono al debate público, más se cotizan al alza los comportamientos exactamente contrarios.
La tercera y última razón parte del reconocimiento de que, entre nosotros, priman visiones distintas e irremediablemente contrarias sobre el deber ser del mundo.
La segunda razón tiene que ver con el rol que, tras un legado de miles de años, aún juega entre nosotros, el concepto de la otredad. Todavía, mejor dicho, percibimos a los de bandos contrarios a través de filtros que nos hacen pensar que en ellos habita una condición humana que no solo es distinta a la nuestra, sino incluso antagónica. Es, precisamente por la potencia que aún conserva la otredad, que mantenemos una inquebrantable convicción en la existencia de héroes y villanos. Tan solo la fe en la maldad de otras condiciones humanas puede explicar por qué todavía depositamos en los héroes la tarea de erradicar villanos. Solo es posible festejar con la desgracia de adversarios cuando dejamos de percibir en ellos rasgos de nuestra propia humanidad. Esto, a la vez, explica por qué parece no haber camino más directo a recibir la aprobación de un bando que el de provocar el rechazo de otro.

La tercera y última razón parte del reconocimiento de que, entre nosotros, priman visiones distintas e irremediablemente contrarias sobre el deber ser del mundo. Y esto quiere decir inevitablemente que, en la política, los triunfos de un bando se traducen en las derrotas del otro, lo cual es visible en temas tan contenciosos como el aborto, la legalización de las drogas y el tamaño del Estado. De manera que tenemos que aceptar, de una vez por todas, que la idea de una sociedad plenamente deliberativa que construye consensos por medio de la razón, con la que soñaba Habermas, es ciencia ficción. Mientras entre nosotros primen la divergencia y la libertad, algo de hostilidad es inevitable. Lo que sí, en todo caso, no es ciencia ficción, sino una diligencia que no da espera, es la profundización de los canales pacíficos para que los bandos tramiten sus desacuerdos.

Sea como fuere, y a diferencia del discurso que tan habitual es entre opinadores públicos, el clima caliente de hostilidad mutua que nos tiene a todos sudando no es solo culpa de la izquierda, como dice la derecha, ni de la derecha, como dice la izquierda, ni de la derecha y de la izquierda como dice el centro, ni de los politizados como dicen los apolíticos, ni de los apolíticos, por indiferentes, como dicen los politizados, sino de todos los anteriores, pero a la vez, de ninguno. Se trata más bien del diseño de la jaula de hierro -para usar la metáfora de Max Weber- llamada modernidad, en la que habitamos todos.

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