Hace días se cocina en el Ministerio de Educación un decreto que reduce la jornada de los maestros en los colegios a seis horas.
En la actualidad los maestros deben permanecer en los colegios ocho horas durante cinco días de la semana para un total de 40 horas, distribuidas entre trabajo académico y actividades complementarias. El número de horas de clase a la semana varía dependiendo del nivel educativo, el tipo de jornada y las normas establecidas en el Decreto 1850 de 2002, que regula el trabajo en las instituciones educativas oficiales. En preescolar y primaria tienen un máximo de 25 horas semanales y en secundaria y media de 22 horas. El resto del tiempo (15 y 18 horas, respectivamente) se debe dedicar a actividades complementarias que incluyen acompañamiento a los descansos, atención a los estudiantes, reuniones y formación continua.
Sé, por experiencia propia, que es un trabajo duro y exigente, pues requiere no solo una sólida formación académica, sino dedicación, convicción profesional y condiciones éticas consistentes con la misión de garantizar un derecho fundamental del cual dependerá muchas veces el destino de comunidades enteras. La vida me ha permitido conocer centenares de hombres y mujeres que en todo el país cumplen su tarea con un compromiso que en muchas ocasiones va más allá de lo que algunos imaginan. Y, desde luego, una actividad de semejante importancia merece un reconocimiento social y económico satisfactorio. La encuesta realizada por Empresarios por la Educación muestra que buena parte de los docentes tiene una muy aceptable remuneración y que se sienten muy apreciados por estudiantes, compañeros y comunidades. Todos los avances logrados para los maestros en los últimos lustros sean bienvenidos.
Esto, en contravía de las promesas de jornada completa para los colegios públicos, del trabajo en equipo, de ofrecer actividades electivas o vocacionales, de ampliar el al arte y los deportes.
Pero nada de eso tiene sentido si no se traduce en un progreso claro de los niños y jóvenes, que son los titulares del derecho fundamental a la educación. Colombia tiene grandes brechas de calidad que se traducen en insalvables distancias sociales. Los más pobres tienen menos oportunidades que quienes pueden pagar una educación con mayor tiempo escolar, menos interrupciones, estrategias pedagógicas y planes de estudio más flexibles. Las evaluaciones muestran que en promedio los colegios privados tienen mejores resultados, a pesar de que la mayoría de ellos son de población de estratos dos, tres y cuatro, muy similar a la que asiste a los colegios oficiales de las grandes ciudades, y sus maestros tienen peores condiciones laborales.
Lo que ahora quieren en el ministerio es que los rectores, según su criterio, puedan liberar dos horas diarias a sus docentes de la pesada carga de estar con los niños. Que además los recreos se tomen como parte de las horas académicas y que reuniones y cosas así, medio aburridas, sean casi excepcionales. Esto, en contravía de las promesas de jornada completa para los colegios públicos, del trabajo en equipo, de ofrecer actividades electivas o vocacionales, de ampliar el al arte y los deportes. Y que esas dos horas las usen en su casa para pensar, prepararse o lo que sea, siempre y cuando sea lejos de los estudiantes.
Como si no hubiera nada que hacer en relación con el urgente mejoramiento de la calidad, por ejemplo restituir las evaluaciones que se hacían en tercero, quinto y noveno a fin de que sepamos si se está garantizando el aprendizaje.
No se sabe bien si se trata de un generoso regalo de Navidad para unas directivas sindicales urgidas de mostrar algo a sus afiliados, así se deteriore lo que se ofrece a los niños y jóvenes de las clases trabajadoras, o si es una cuenta de cobro por los apoyos financieros a la campaña. Pero, sea lo que sea, es el más grande contrasentido político: en épocas de exaltación popular asegurar que la educación de aquellos que pagan sea mucho mejor que la que ofrece el Estado. Sobra decir que una medida de estas nadie podría revertirla en el futuro.