No estoy hablando de esta campaña. No estoy refiriéndome al centro que se llama a sí mismo “esperanza”. Estoy diciendo que quizás el centrismo pueda ser derrotado en unas elecciones, pero –si quiere evitarse el hábito del Apocalipsis– tiene que ser reivindicado y ponerse en escena en la vida real. ¿Por qué? ¿Qué es “el centrismo”? Es la asociación de las fuerzas reivindicadoras con las fuerzas mediadoras para contener el ascenso de las fuerzas reaccionarias: “Make America Great Again”, repite Donald Trump. Es la tensa alianza de los socialdemócratas con los capitalistas liberales en busca de la redención del pluralismo: “Soy porque somos”, recuerda Francia Márquez.
Tiende a fortalecerse, “el centrismo”, en países que saben de qué están hablando cuando hablan de dictaduras. Suele darse, “el centrismo”, en culturas que tienen fresco el recuerdo salvaje de la guerra. Pero aquí suena a utopía porque aquí se niega el horror.
Hubo una vez, después de aquellas dos guerras mundiales, que todo esto fue obvio: para preservar la cordura y el futuro de la especie –ante el camposanto que dejaron las bombas atómicas que probaron que el hombre es su propio depredador– fue necesario desempolvar la diplomacia y engendrar la ONU y recordar que vivir es nuestro fin. Pero la Guerra Fría del primer mundo, que volvió un infierno hirviente al tercero, educó fanáticos, déspotas, nostálgicos de las colonias y de los imperios que hoy se mueren de la risa cuando les hablan de derecho internacional. Se escribió Si esto es un hombre. Se hicieron unas mil películas sobre la barbarie nazi. Pero aquí y allá siguió abriéndose paso la crueldad como si no hubiera otro modo de entenderla que vivirla en carne propia.
Al cierre de esta edición ni la libertad de los cuerpos, ni el estallido social, ni el conflicto armado existían para una buena parte del país
Ojalá no sea necesaria otra guerra de fin de los tiempos, otra Ucrania, para que el mundo vuelva a acordar su supervivencia, a recobrar su vocación a darles la espalda a los tiranos y a pactar la paz. Ojalá no sea necesaria otra dictadura de trama distópica, tipo Un mundo feliz o El cuento de la criada, para entender por qué hay que reivindicar a los humoristas frente a sus abofeteadores, cerrarles el paso a los líderes viles, tipo Trump, capaces de sabotear las elecciones, y repudiar, aquí, no solo la oscura ligereza con la que sigue estigmatizándose a quienes se salgan de las manos –“neonazis en RCN”, sentenció Petro, que debería odiar la estigmatización, en un arrebato de tuitero–, sino la repugnante condescendencia y el racismo rampante y el pavor a la verdad con los que ciertas voces nacionales se han estado acercando a la candidata Márquez.
Colombia ha alcanzado una cultura de pactos de paz entre una cultura de guerras negadas. Pero no ha sido nada fácil dar con “el centrismo” –la tierra de nadie que queda después de la batalla, la vocación a pactar y a preservar la convivencia, la tregua que permite la democracia y la inclusión– pues al cierre de esta edición ni la libertad de los cuerpos, ni el estallido social, ni el conflicto armado existían para una buena parte del país que se parece más al primer mundo de la Guerra Fría o a los imperios coloniales que al país. Estoy hablando, ahora sí, de la campaña. Estoy diciendo que “el centrismo” no solo va a definir estas elecciones, sino la estabilidad del gobierno que venga. Estoy diciendo que el paso a seguir no es derrotar, sino convencer –sin deshonrar– a esos votantes aterrados que dan por hecho el rumor de que reconocer a los ninguneados es despojar a los reconocidos.
Estoy repitiendo que no va a servirnos otro presidente fumigador y reaccionario y provida y prohibicionista, otro malo conocido disfrazado de bueno por conocer, otro apodo, que se la pase lamentando las masacres y los desplazamientos de mañana.
RICARDO SILVA ROMERO