No es que sea de mal gusto, sino que es insolente e inverosímil e infame pedirle calma a un colombiano. Colombia aún no sale del presente degradado de la guerra. Cualquier adjetivo, Colombia turbia, Colombia frágil, es redundante. Y, sin embargo, como se aprende con los reveses de la vida diaria, de nada sirve sumarle pánico al pánico: “¡El dólar!”. De nada sirve la coreomanía que ha afectado a tantos pueblos desde el siglo XIV –o sea la histeria colectiva que puso a danzar a cuatrocientos desquiciados en la Estrasburgo de 1518, y empujó a la Europa inquisidora a quemar a cuarenta mil mujeres por “brujería”, y lanzó a los Estados Unidos macartistas a aniquilar a cualquiera que oliera a izquierda, y desmayó a seiscientas niñas vacunadas en El Carmen de Bolívar de 2014– para vivir los días retadores e inaplazables que ha propuesto este gobierno.
De nada sirve andar por ahí, como zombis de WhatsApp o niños atados a la suerte de los monstruos, temiéndole a la izquierda que temieron los padres de los padres. De nada sirve repetirse “esto va mal” sin tener ni idea de qué es esto; sentirse arrinconado por los ninguneados que llevan nueve generaciones esperando un respiro; convencerse de que estamos viviendo una película de desastres de aquellas, El día después de mañana o Titanic, sin rescatadores a la vista; olvidarse de aquel titular solidario, “Año de aprendizaje”, que la vieja revista Semana dedicó al errático Duque; permitirse el popular “qué tal que el ministro de Hacienda no estuviera” en vez de reconocer que está, e inventarse, con esta vocación tan nuestra a perder las proporciones, que el apocalipsis de este país de ocho millones de víctimas empezó el 7 de agosto de 2022: bienvenidos, más bien, a la incertidumbre que hemos sido.
Creo en la crítica leal e irreverente que se atreve a decirles la verdad a todos los gobiernos. Estoy con las voces que cuestionan los tiempos de Petro con la misma precisión con la que cuestionaban los tiempos de Duque. Pienso día por día por día que, si la idea es sacar adelante un cuatrienio que nos conduzca a una cultura de la convivencia, entonces son de agradecer aquellas voces que se preguntan cómo van a entrar las disidencias de las Farc en la aprobada “Paz Total”, hasta cuándo va a perderse el tiempo de Colombia rindiéndoles cuentas a los extremistas de las redes, para qué diablos –contra qué- sale a marchar una coalición a punto de cumplir sus primeros cien días de gobierno y qué tarde va a ser claro que una presidencia con problemas de comunicación está fallando a la hora de hacer política: política no significa prevalecer, repito, sino sumar voluntades.
Pero sobre todo creo, como lo hicieron los tecnócratas, en espanglish, hasta el 6 de agosto de este año, que hoy más que nunca es posible ver el país “medio lleno”.
Porque este gobierno de vaivenes, colombiano para bien y para mal, era el paso que había que dar: esta istración –que habrá de reducir su “año de aprendizaje”, de trancazos, salidas en falso y desconexiones, a unos meses nomás– tenía que venir a sacudir los debates, a devolverles las funciones a los ministerios, a hacer presencia en los países fantasmas de este país, a derrotar las lógicas que han servido al conflicto armado, a caer en cuenta de que es hora de cerrar la fábrica de “enemigos internos”, a desmontar el prohibicionismo para vencer las cifras invencibles de la coca, a apoyar el misericordioso final del servicio militar obligatorio, a empezar de una vez –cuándo más– la reivindicación de la selva, y a demostrar a propios y extraños y a diestra y siniestra, el 7 de agosto de 2026, que “izquierda” es otro sinónimo de “democracia” y “pensar con miedo” es el antónimo de “pensar”.
RICARDO SILVA ROMERO