Nada se repite en la naturaleza. Nada en la naturaleza tiene la misma forma ni se vuelve a dar como se dio. Pero el extremista le exige terminantemente al mundo que insista en ser como era, que siga siendo a su imagen y semejanza, que no cambie. De este lado, que el fundamentalista suele llamar “cuentico progre” con sornita y entre dientes, cuesta entender esa psicología. Es increíble que se asuma como una venganza la designación de un funcionario brillante –el exmagistrado Iván Velásquez– que se juega la vida por la ley. Es extraño que aquella senadora mordaz, Cabal, desprecie el simbolismo de ciertos nombramientos con el chiste fácil “si no es indígena, no es gay o no es negro, entonces no compite”, y luego se descomponga hasta el ahogo por el avance de un acuerdo que protege la vida de los líderes ambientales: “Hoy comienza la destrucción de Colombia”, gritó a un puñado de activistas. Y es raro, sí, pero así es. Y siempre ha sido de ese modo.
(También le puede interesar:
Nombrar)
El extremista juzga por su condición. Si ve venganzas y discriminaciones y destrucciones por doquier, en vez de ver reivindicaciones mínimas, es porque se ha dedicado con fervor a la segregación. Si no ve actores del conflicto engendrados por la exclusión, sino meros terroristas, es porque todo ha comenzado en su violento rechazo al pluralismo. Si se permite la sentencia displicente “más istración, menos política”, desde los tiempos de los bigotes dictatoriales del general Reyes, es porque es incapaz de llegar a un par de acuerdos. Si se la pasa vaticinando el fin del país en manos de sus enemigos, si ahora, con el nuevo gobierno, siente cerca el apocalipsis, como si no lleváramos sesenta años en ello, como si su gente no hubiera abusado del erario, saboteado la ley de garantías y querido prorrogarse en el poder, es porque su moral es postiza: permisiva para su causa y prohibitiva para la de los demás.
Cómo conversar con prójimos que confunden la opinión de uno con la traición a la patria o la calumnia. Tal vez lo mejor sea resignarse a convivir.
El médico progresista José Francisco Socarrás, que creció en una Colombia feudal, plagada de mayúsculas, en medio de la Regeneración, la Restauración Moral y el Revanchismo Conservador contra la Segunda República Liberal, quiso entender el temperamento extremista en un libro de 1942 titulado Laureano Gómez, psicoanálisis de un resentido: con las escasas herramientas de su época, en busca de lo que llamaba “la terapia social”, describió “la maledicencia”, “el odio indiscriminado”, “el nervioso que atrae a los nerviosos”, “la violencia verbal” y “la vocación a provocar reacciones que no se está en capacidad de resistir” que suelen venir con el fanatismo. Pero solo hasta el año pasado la Universidad de Cambridge publicó el estudio científico que nos explica el fundamentalismo como una suma de “memoria pobre”, “lentitud para procesar el cambio” y “tendencia a la impulsividad”.
Cómo dialogar con estas mentes tan apáticas, tan perezosas, que caen en las doctrinas extremas porque dan explicaciones simples del mundo. Cómo lidiar con estos líderes ligeros e inescrupulosos que juegan a hacer el papelón de sincerotes, como Trump, y hablan por hablar y asustan por asustar hasta que se ven rodeados de millones de seguidores en la vida real: “¡Es una farsa globalista!”, “¡aquí no vuelve a haber un puente!”, “¡usted no ha sembrado ni una papa!”, gritó la senadora derrotada, dolida, a un par de ambientalistas. Cómo conversar con prójimos que confunden la opinión de uno con la traición a la patria o la calumnia. Tal vez lo mejor sea resignarse a convivir.
Quizás solo sea posible reconstruir un Estado de todos que no persiga a nadie, ni se deje reducir a cómplice del capitalismo salvaje ni eluda la tarea de proteger la vida, que es el Estado que propone el gobierno entrante, y quizás sea más que suficiente.
RICARDO SILVA ROMERO