Mi idea es renegar del lodazal de la política nuestra –sus propagandas sucias, sus piruetas inescrupulosas, sus tramas macabras– en los 3.535 caracteres que me quedan. Sé que pedir cabeza fría en una campaña presidencial es pedir cordura en una pesadilla, pero, dado que estamos a seis meses de las elecciones, dado que esa montonera de aspirantes poco a poco se ha vuelto cinco o seis casillas por tachar, pienso que no sobra decir que votar no es un destino trágico por el que habrá que responder el día del Juicio Final, sino la respuesta a la pregunta por cuál candidatura sí asume que la corrupción empieza en el afán de ganar las votaciones, sí cree que se trata de reivindicar a tantos que no han tenido reconocimiento político y sí entiende que la guerra colombiana parece un asunto militar –y la seguridad suena a tarea de la gente armada–, pero es un problema político y un drama social.
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Derecha)
Claro: los candidatos pueden repartir máximas y señalamientos y posverdades entre sus chiqueros. Pero los electores no tienen por qué portarse como sus apéndices.
Hubo un tiempo en el que mi abuelo el senador le insistía a mi tío el líder maoísta, del liberalismo radical al "socialismo con características colombianas", que no hacían falta revoluciones cuando la democracia cumplía sus promesas. Hoy nadie habla así. Hoy pocos jacobinos, poquísimos, caen en la fantasía de guillotinar a las élites –más bien infames– que tenemos. Vive, en el Equipo por Colombia, esa peligrosa política que odia a muerte la política: "Aquí lo que hay que hacer es hacer". Y sí hay pulsos definitivos en los progresismos, pero la verdad, sin el corazón en la mano, es que ni en la Coalición Centro Esperanza ni en el Pacto Histórico parece haber gente que no crea en reparar a los olvidados o en evitar la debacle ambiental o en seguir negociando la paz. Y no es la ideología, sino una desconfianza labrada a pulso –que no es poco y que nos rige– lo que los vuelve irreconciliables hasta la segunda vuelta de las elecciones.
Esta campaña presidencial, un pantano que está ocurriendo ante una sociedad harta y "enfermada de espantos" y dispuesta a votar por cualquier castigo a las mañas politiqueras.
Vistos desde la derecha, tarde o temprano monolítica, impaciente e implacable, el Pacto y la Coalición son una sola sombra larga: el "sí" que es el fin del mundo. Pero allá adentro, en las charcas políticas, plagadas de madrazos, de las que tanto mi abuelo como mi tío se acabaron alejando, se conocen demasiado para reagruparse de una vez.
Yo, de ser ellos, me pondría de acuerdo en votar por Ingrid Betancourt: ¿qué tal ser un país que fue capaz de regresar de su horror, como ella, porque fue capaz de pronunciarlo?
Yo, de ser ellos, haría la fila detrás de Humberto de la Calle: ¿qué tal ser un país que le responde a la cultura de la aniquilación, como él, con una cultura del reconocimiento político?
Yo, de hacer parte de coaliciones o de pactos, ya mismo notaría en voz alta que el establecimiento decadente que se refugia en "la lucha contra la corrupción" y que vive de quedarse para siempre, ese "sordidismo" lleno de pipes y de lupes y de ñoños y de ñeñes en el que suelen acabar estos politicastros, está haciendo todo lo que tiene en sus manos para sacar del camino a Sergio Fajardo. Si yo no fuera un observador con gafas, sino uno de estos candidatos en guardia, un Gustavo Petro por ejemplo, no me desdibujaría por alianzas con uribistas para derrotar al uribismo: esta campaña presidencial, un pantano que está ocurriendo ante una sociedad harta y "enfermada de espantos" y dispuesta a votar por cualquier castigo a las mañas politiqueras, ha sido lo que sucede mientras el populista incierto de Rodolfo Hernández –ojo– sube y sube en las encuestas.
Vaya usted a saber si vamos para semejante circo. Pero estamos a tiempo de elegir, con cabeza fría, un gobierno que no sirva al desastre.
RICARDO SILVA ROMERO
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