Cada tanto hay que hacerse estas preguntas: ¿es necesario sufrir de algún trastorno de la personalidad para seguir trabajando, con la ilusión genuina e indiscutible de servirles a los demás, en este Estado hostil, empapelador, clientelista y habituado a la corrupción como a una segunda lengua? ¿Habría que llamarle “funcionarismo”, o sea “fe inconcebible en el servicio público”, a aquella enfermedad? ¿Podría decirse que el cohecho es, acá en Colombia, una de las formas básicas de la interacción social? ¿Cuándo va a ser obvio que este populismo punitivo que sueña con que los torcidos se pudran en los calabozos, y que esta semana ha querido calmar las aguas agitadas por el escándalo de Centros Poblados con gritos como “¡no más casa por cárcel para los indecentes!” o “¡que no prescriban los casos de los deshonestos!”, suele darse en culturas que no solo se resisten a transformarse, sino que se regodean en su propio fiasco?
Habría que hacer un réquiem por esos apellidos que no tienen la culpa de lo que han hecho sus peores exponentes: Saab, Nule, Tapias. Habría que recordar que hace un par de años nomás el Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes llegó a la conclusión de que por primera vez en la vida la corrupción había superado a la guerra –que poco más deja ver e invita a las sociedades al “sálvese quien pueda”, al carroñismo– como la gran preocupación de los colombianos. Habría que enmarcar la enorme cifra de la votación en la Consulta Anticorrupción de 2018: 11’671.420 ciudadanos hartos de la máxima “roba pero hace”. Sería bueno leer, en el informe ‘Doing Business’ de la firma inglesa PwC, cómo la bruma de la pandemia les ha servido al amiguismo, a la dádiva, al fraude, al peculado, al lavado de activos.
Pero sobre todo tendríamos que preguntarnos, cada tanto, por qué diablos no hemos podido encontrar la salida del laberinto de la corrupción.
Puede que tenga la culpa este espíritu colonialista que no solo ha reducido el aparato estatal a botín por asignar –la única manera que se encontró para calmar al monstruo de la Violencia bipartidista fue la repartición severa de la burocracia–, sino que de paso, lleno de miedo a perder lo que se ha tomado por asalto, ha insistido en la compra del elector, en el soborno enmermelado del legislador, en las uniones temporales con carteles y carruseles y bandas. A este espíritu colonialista, que ha visto a Colombia y a los colombianos como sujetos a explotar, no le basta con llegar al poder: quiere quedarse con cada puesto, cebarse hasta la náusea, apropiarse de la justicia, incluso, de las fiscalías anticorrupciones y los organismos de control, para que sigan viniendo al caso locuciones latinas tan precisas como “entre más corrupto el Estado más numerosas las leyes” y “quién va a vigilar al vigilante”.
Habría que escribir una tragedia que se llamara Las Ías, sobre unas sonrientes diosas de la venganza semejantes a Las Euménides, para mostrar cómo los entes investigadores e interventores de este país le han hecho el juego mucho más al tormento de los funcionarios honestos que a la transformación de la cultura de la corrupción. Habría que contar después la historia de tantos servidores públicos valientes e impecables que no se dijeron “para qué padecer el Estado”, sino que, entre la necesidad y la vocación, cometieron la iluminadora locura de entregarle su sistema nervioso y su vida –me consta– al oficio de arrebatarles el aparato burocrático a los politiqueros e impedir que esta sea la historia de un país empobrecido a pulso por una civilización de bárbaros.
Habría que decir que ellos han sido los protagonistas de esta trama: que gracias a su coraje diario esto no ha sido peor.
RICARDO SILVA ROMERO
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