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Habría que verle la autoridad a un líder que lidia sus heridas.

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Colombia va a repetirse hasta que aprendamos. Hemos vivido entre la guerra, a salvo en la rutina de la prohibición, la corrupción, la doble moral, la barbarie y la política que no es el arte de transformar para la convivencia, sino el de ganar las elecciones a la brava, y estamos tan acostumbrados al horror –sobre todo al ajeno– que solemos enrarecer la oportunidad de la paz. Tenemos, de nuevo, ese horizonte. Y hay que aprovechar lo que queda de este gobierno anárquico e irreverente, con su presidente vulnerable que gobierna en voz alta, como una terapia de choque: por fin estamos desenterrando –igual que los pacientes que encaran, en las terapias de exposición, sus peores temores– las brechas infames y los cogobiernos oscuros, pero tiene que ser para que prevalezcan la redención, la solidaridad, el humor y el talento que también hemos sido.
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Vuelvo a anhelar una cultura de la terapia, como todo viejo que empieza las conversaciones por la moraleja, porque la pregunta por la salud mental del presidente Petro ha sido la pregunta de la semana. Y pienso y pienso, y cada vez que lo hago me parece una pregunta más mezquina, y cada día me suenan más infames aquellos llamados llorones a hacerle un examen psicológico a este jefe del Estado –que acumula demasiadas faltas en un año– porque son llamados de falsos adalides que al parecer consideran normales las patologías de los presidentes anteriores, y me repugna que la exsenadora Betancourt sea capaz de difamar sin piedad a sus rivales políticos. Y sin embargo, más allá de las noticias y de los protagonistas de turno, quizás estemos ante una oportunidad para cambiar el hábito de la violencia por el hábito de la terapia.
Fingimos sorpresa e indignación cuando se hace evidente que también los gobernantes libran batallas por su salud mental.
Quizás lo mejor de la serie Los Soprano, aparte de cómo nos va probando que la mafia es la parodia del capitalismo, sea el retrato de estas sociedades jerárquicas –de machos– que siguen viendo la ida al psicólogo como una debilidad, una derrota. El ponerólogo polaco Andrzej Lobaczewski habló de “épocas infelices”, como estas, que empujan a las democracias a recobrar la cordura. Sabemos, por los deportistas, que toda vida es un pulso con la mente. Somos un pueblo con estrés postraumático. Vemos a diario, en el espejo, que la procesión va por dentro. Pero fingimos sorpresa e indignación cuando se hace evidente que también los gobernantes libran batallas por su salud mental. Y, en un país brutal en el que tanto la adolescencia como la terapia han sido un privilegio, habría que verle la autoridad a un líder que lidia sus heridas.
No estoy justificando, de ningún modo, las misteriosas e incansables ausencias del Presidente. Sé que Mercurio, el planeta de la razón, ha estado retrógrado para los que se fijan en el cielo, y nadie ha escuchado a nadie a finales de agosto, pero no seré yo quien culpe a los astros. Tengo claro, por el chiste de Woody Allen, que “el 90 por ciento del éxito es aparecer”. Que las excusas de Petro son insólitas. Que, luego de hacer la paz con el Estado, de salvarse mil veces de ser un nombre más en el exterminio de la izquierda y de ganar las elecciones que jamás se iban a ganar, suena a chiste macabro eso de que “el Presidente no llegó”. Y pienso, entonces, que ciertos opositores se pasarán estos tres años varados en banales e inútiles ataques personales, y la mejor respuesta será una presidencia seria que se dedique día y noche a la igualdad.
Colombia va a repetirse hasta que sea una terapia de grupo. Se buscan ciudadanos dispuestos a reconocer –en la prensa, en la ficción, en la JEP– cómo nos fue desalmando la guerra. Se buscan líderes responsables que inviten a hablar una misma lengua que no sea la de la violencia. El 90 por ciento del éxito será que aparezcan.
RICARDO SILVA ROMERO

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