Es que el mundo sí cambió. Se ha estado llenando de nostálgicos del fascismo de entreguerras, de astutos coleccionistas de masas y esvásticas y listas negras, que purgan, que llaman ‘polarización’ al disenso, que andan por ahí gritando que “hay un enemigo allá afuera”, que incitan a la gente a ponerse al servicio de su ejército, y desprecian las leyes, como desprecian las minorías, hasta que un día les sirven para algo. Se han estado volviendo comunes estos Trumpcitos criados por la Guerra Fría que no entienden en qué momento el clasismo, el racismo, la misoginia, la homofobia, la xenofobia, la macartización y la expresión “América Latina es el patio trasero de Estados Unidos” empezaron a ser de mala educación. Pero el mundo sí cambió: ya cambió.
No niego que, contra todos los pronósticos liberales, cada vez haya más gente que va por los nazis en las películas. No niego que los forzados grupos de WhatsApp revelan que algunos vecinos queridos extrañan a Pinochet. Y que esta restauración de la derecha –justo cuando creíamos que la segregación y la violencia se habían vuelto tabúes– en Colombia es más grave porque acá una pequeña pero poderosa parte de la población se resiste a aceptar que no es necesario matarse. Pero el mundo sí cambió: el feminismo se dio, el muro de Berlín cayó, el Gobierno consiguió separarse de la religión, la sociedad dejó de entregarles los niños a los curas, la Constitución de 1991 puso de acuerdo a los peores enemigos del siglo XX, se entendió que militarizar a la ciudadanía era una locura e internet logró que no haya nada oculto bajo el sol.
Es para reinstalar el sistema operativo anterior, que eso siempre sale mal, que se están metiendo con la educación: por eso salen a marchar contra cartillas, se santiguan ante la ridícula e inexistente ‘ideología de género’, y proponen, desde el Centro Democrático, que se limite la libertad de cátedra. Su fantasía diurna es volver a mediados del siglo pasado –a los gobiernos de la caridad, a los medios de comunicación a la medida, a las teorías de conspiración, a las armas al cinto, a los maniqueísmos, a las semanas santas de ultratumba de 1948– como si no supieran que aquellos fueron los años salvajes en los que, a costa de la sangre de la quinta parte de su población, Colombia fue de una breve era liberal a una dictadura solapada. Su fantasía es, mejor dicho, tomarse los hechos hasta que no sean sino su versión.
Cómo va a existir la JEP si allí va a contarse todo lo que pasó cuando las Farc oficiaron su barbarie.
Cómo va a permitirse que el Centro de Memoria Histórica no sea un Ministerio de la Verdad –una aplanadora de contextos–, sino un doloroso recordatorio de que tanto las víctimas como los victimarios han sido colombianos.
Cuenta una reveladora crónica de La Silla Vacía que el presidente Duque ha estado leyendo el repugnante manual de combate del primer trumpista que hubo: el macartizador profesional Roger Stone. Que ojalá sea para entender que la realidad no puede decretarse, para que su gobierno no acabe reducido a atajo a la violencia de antes, para que su política no se quede en la manipulación de los miedos y la exacerbación de los odios. De los paródicos tiranos del siglo XXI, de Maduro a Trump, no solo me sorprende lo burdos que han podido ser a estas alturas de la historia, sino esos auditorios delirantes que los rodean y los aplauden a rabiar –y que se les ríen de los chistes– mientras sueltan sus discursos plagados de mentiras en vivo y en directo: me parecen públicos tensos, pagos, de reinos mal hechos.
Me recuerdan que la democracia siempre está en suspenso, claro, pero también que cada día que pasa es más difícil que semejantes farsas sean farsas impunes.
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