Luego de compartir cobijas por milenios, la astrología y la astronomía se divorciaron en el siglo XVIII cuando la segunda le fue infiel a la primera con el método científico. Más tarde, a principios del siglo XX, la astrología experimentaría un boom tal que, según el historiador Benson Bobrick, mandatarios como Theodore Roosevelt, Charles de Gaulle y François Mitterrand consultaban a sus astrólogos antes de tomar importantes decisiones. Hasta el jefe de gabinete de Ronald Reagan llegaría a afirmar que este prácticamente no movía un dedo sin el visto bueno de los astros. Al parecer, le debemos a su astrólogo el que haya decidido, entre otras cosas, lanzarse a la reelección, invadir a Granada y bombardear Libia. De hecho, el astrólogo de Reagan, Carroll Righter, una especie de Rasputín neoliberal, alcanzó semejantes niveles de popularidad que Theodor Adorno, reputado pensador de la Escuela de Frankfurt, le dedicó un libro entero, Bajo el signo de los astros, a estudiarlo.
Sea como fuere, en estos fútiles tiempos digitales en los que habitamos, la astrología parece estar siendo objeto de un nuevo boom. Una encuesta publicada por la popular revista neoyorquina Harper’s Bazaar advierte que el 63 por ciento de los millennials, la generación enceguecida por los pixeles a la que pertenezco, se declaran entusiastas de la astrología y dan fe de que su signo zodiaco refleja los rasgos de su personalidad.
Dice Bobrick que, en el corazón de la astrología, yace la idea según la cual la posición de los astros durante el nacimiento de una persona corresponde a las características de su personalidad y al camino que transita en la vida. El problema, sin embargo, radica en que, a la hora de predicar, los astrólogos toman por naturales y universales asuntos que son, en realidad, construcciones humanas particulares de una época. La distinción entre el ocio y el trabajo, el tiempo, el éxito, el manejo de las finanzas, la propiedad privada, la organización social alrededor de la familia, las relaciones de pareja, el amor y demás temas que abundan en sesiones de astrología no son más que creaciones humanas y, por lo tanto, es imposible que los astros nos hablen de ellas.
Pero el mayor pecado de la astrología es el de reducir la infinita diversidad humana a tipologías de personalidades; un acto semejante al de dividirla en razas. Más aún, las características de las que se vale la astrología para construir sus tipos de personalidades no son más que la repetición de los estereotipos que abundan en nuestros tiempos. Pero es que, a la larga, lo que se hace al dividir al humano en tipologías es asumir que los valores propios de una época son universales. Esta es la misma lógica que opera al asumir que en la naturaleza está escrito que la mujer usa faldas y el hombre pantalones. Por eso, el autoconocimiento es un proceso que empieza no por la afirmación, sino por la negación de los estereotipos que en una sociedad priman. De manera que la naturalización de las construcciones sociales como la raza, el género y la astrología, en lugar de acercarnos a nosotros mismos, nos alejan.
Bien es cierto, como nos recordaba Max Weber, que el desarrollo de las sociedades occidentales, primero con la invención del concepto socrático y luego con el método científico, significaron la erradicación de la magia. Es, a la vez, apenas entendible que, para muchos, el método científico sea una herramienta insuficiente a la hora de construir sentido de vida y anden en búsqueda de la restitución de la magia. Pero el sentido de vida no es algo que se selecciona entre una serie limitada de tipologías, como si se tratara de escoger sombreros en una tienda, sino un proceso que parte de la duda, la aceptación de la incertidumbre como única certeza y, sobre todo, de sospechar de quienes, como astrólogos, demagogos y profetas, aseguran conocernos más que nosotros mismos.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO