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El fetiche de la tecnología

La adoramos con el ‘salvajismo’ con el que antes se les rendía culto a los dioses.

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Antes de que acudan a la cajita de los comentarios a insultarme, permítanme aclararles qué es lo que no estoy diciendo, pues no quiero que ustedes, queridos lectores, que son la razón de mi escribir, malgasten algo tan valioso y escaso como un buen insulto. Lo que no estoy diciendo es que la tecnología no sirva para nada ni mucho menos que sea esencialmente mala. Al contrario, estoy convencido de que le ha proporcionado a la humanidad algunas de sus más impresionantes conquistas, abarcando desde la música hasta los analgésicos. Pero también es cierto que ha sido el instrumento con el que nos hemos echado en hombros algunas de nuestras mayores pesadumbres, como lo son la crisis ambiental y las artillerías para la guerra.
Lo que sí estoy diciendo es que, desde más o menos el siglo XVII en adelante, convertimos a la tecnología en fetiche. Y no me refiero a que la hayamos añadido a la lista de objetos que añoramos sexualmente –aunque si hay quien comulga con este deseo, mientras cuente con el consentimiento de la máquina, por mí no hay problema–. Me refiero a la versión original de la palabra fetiche, la cual viene del portugués ‘feitiço’ y debe su origen a las expediciones de antropólogos europeos en el África Occidental, quienes bautizaron con este término a los objetos que los nativos consideraban poseedores de poderes sobrenaturales. De manera que la palabra fetiche se refería a artefactos creados por humanos, dotados de facultades sobrehumanas por parte de sus propios creadores. Creadores al servicio de su creación. Y es precisamente a esto a lo que hemos llegado con la tecnología. La adoramos con el ‘salvajismo’ con el que antes se les rendía culto a los dioses.
En la historia de la humanidad, la tecnología ha cumplido con al menos dos funciones principales. La primera, como bien señala Marx en ‘El capital’, ha sido la de reducir la cantidad de esfuerzo y tiempo que se necesitan para ejecutar una tarea específica. Quizás los ejemplos más contundentes son los medios de transporte y de comunicación y las herramientas. La segunda función de la tecnología, según sostiene Hannah Arendt en ‘La condición humana’, ha sido la de permitirnos trascender los límites que impone la condición humana, como es el caso, por ejemplo, de las cirugías de cambio de sexo.
Pero con la llegada de la Modernidad, el avance de la tecnología se convirtió en lo que Aristóteles llamaba una entelequia, es decir, algo que no tiene un fin más allá de sí mismo. Mejor dicho, el salmo que ahora repetimos a la hora de rezarle a su majestad la tecnología parece ser: avanzar por avanzar sin importar las consecuencias. Y, a propósito, quien por estos días pregona este sermón es Apple con los anteojos que acaba de estrenar que no curan la miopía, sino que la aumentan, que no resuelven necesidades, sino que las crean y, peor aún, que tienen convertidos a sus s en espectros provenientes del más distópico de los imperios, danzando por las ciudades como autómatas enajenados al ritmo del Armagedón. No sé si se trata de un acto de cinismo o de malicia, pero las más distópicas realidades que en el pasado se imaginaron las obras de ciencia ficción son cada vez más nuestro pan de cada día.
Y es que algunas –insisto no todas– de las promesas fundacionales de la tecnología se han convertido en materia de calvarios en la medida en la que esta avanza. La tecnología prometía garantizarnos más tiempo libre, pero entre más progresa de menos tiempo disponemos. Prometía atender necesidades, pero también las crea por doquier. Prometía hacernos más productivos, pero parece que ya no hay un solo rincón en el mundo en el que no sintamos que tenemos que ser productivos. Prometía acortar el camino hacia los estímulos, pero parece habernos sometido a la compulsión. Prometía permitirnos domesticar el fuego, pero también tiene a nuestros bosques en llamas.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO

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