Ideológicamente hablando, las democracias liberales nacieron como respuesta al sangriento conflicto librado entre protestantes y católicos, en la primera mitad del siglo XVII, en el Viejo Continente. Antes de la aparición de las democracias liberales, las sociedades se gobernaban según la cosmovisión religiosa que imperaba en cada lugar. Esto quiere decir que una versión sobre el origen del mundo determinaba también los asuntos de gobierno.
Pero la expansión del reformismo protestante en Europa desató una mortífera rivalidad entre gobernantes de ambas religiones por imponer su propio credo a la fuerza y expandir sus fronteras. Quizás el más célebre de estos fue Fernando II, quien ocupaba un cargo similar al que, muchos siglos después, ostentaría Agustín Lara cantando boleros en las cantinas mexicanas: el del Rey de Bohemia. En el plano de las ideas, esto dio origen a una pregunta de vida o muerte: ¿cómo gobernar una sociedad en la que habitan dos o más credos sin que la existencia de uno implique la eliminación ni la clandestinidad del otro? La respuesta, por supuesto, fueron las democracias liberales.
Empecemos por la segunda parte de la ecuación: el liberalismo. Este, entre otras, alega que las sociedades no se pueden gobernar sobre la base de la fe. Por cierto, esto es algo que, por estos días, parecen haber olvidado 6 de los 9 jueces de la Corte Suprema de Justicia estadounidense al ponerles fin a libertad de las mujeres a abortar y al reconocer la legalidad de la discriminación por identidad sexual. Sea como fuere, la primera parte de la ecuación, la democracia, determina que los conflictos entre distintas facciones de una sociedad se resuelven a través de mecanismos institucionales como el voto, en lugar de la ley del más fuerte.
Por eso, la primera condición para la existencia de las democracias es remplazar, en la búsqueda del poder, las armas por la retórica. La segunda es el reconocimiento de la legitimidad del adversario, siempre y cuando este cumpla con las reglas de juego. Mejor dicho, en las democracias, la retórica sirve para que quienes aspiran a ejercer el poder convenzan a los electores no de que sus adversarios son ilegítimos, sino de por qué su oferta política es la más conveniente. Esto, sin embargo, es algo que parece estar cada vez más relegado a las, en ocasiones ingenuas, discusiones de teoría política. Mientras tanto, los políticos de carne y hueso parecen ser cada vez más conscientes de lo tremendamente rentable que resulta vender al opositor no como una alternativa inconveniente sino como una ilegitima. Tecnócratas, demagogos, liberales, populistas, socialistas, conservadores, socialdemócratas, neoliberales, todos, de izquierda a derecha, parecen haber aprendido que, a la hora de ganar elecciones, gobernar o hacer oposición, no hay herramienta más efectiva que convencer a la opinión pública de la ilegitimidad de sus adversarios. Y, por cierto, de este pecado no está exento el centro político –quien, con superioridad moral, cree estar libre de todo pecado– porque a la hora de reducir sus contrapartes a extremos y radicales a lo que le apunta es, precisamente, a desconocer su legitimidad.
Pero en el fondo quienes aspiran a gobernarnos saben que la ilegitimidad del adversario es tan solo una estrategia de campaña. Quienes parecemos olvidarlo somos los gobernados que, con tanta ilusión como ingenuidad, predicamos ciegamente la fe de nuestros caudillos. Y es que a la larga no hemos dejado de ser parroquiales. Solo esto explica porque defender esta o aquella agenda política –más o menos Estado, por ejemplo– es, para la contraparte, sinónimo de adorar a un falso dios. Al fin y al cabo, la escisión total entre la fe y la política parece estar más demorada que la segunda llegada de Cristo.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO