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Terrorismo para batallar el terrorismo

Matar y desaparecer civiles y presentarlos como bajas en combate es un acto de terrorismo estatal.

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Antes de cumplir la cita que el destino le había deparado con la guillotina, el temible Maximilien Robespierre estuvo al mando de la Primera República sa entre 1793 y 1794. Con el pretexto de salvaguardar el orden republicano, Robespierre llevó a cabo un despiadado plan para masacrar y ejecutar públicamente a quienes eran considerados enemigos de la Revolución. Los horrores que se vivieron en aquel entonces alcanzaron semejantes dimensiones que le merecieron a esta época el nombre del Terror. Y es precisamente en estas circunstancias que nace la palabra ‘terrorismo’.
En líneas generales, el terrorismo se refiere al acto de atentar violentamente contra la población civil con miras a conseguir un objetivo político. Pero del terrorismo no solo han echado mano actores insurgentes y dictatoriales, sino también estados democráticos. Durante la Segunda Guerra, el propio Churchill tomó la decisión de atentar expresamente contra la población civil alemana. Por su parte, las bombas de Nagasaki e Hiroshima no merecen otro calificativo distinto al del terrorismo. Y en Colombia las desgarradoras versiones que 703 exintegrantes de la Fuerza Pública han entregado a la JEP dan fe de que el terrorismo también ha hecho parte de los métodos del Ejército a la hora de combatir las insurgencias guerrilleras. Asesinar y desaparecer civiles para presentarlos como bajas en combate es un acto de terrorismo estatal. Terrorismo para batallar el terrorismo. Una paradoja digna solo de poetas o sadistas.
La JEP ha podido documentar ejecuciones extrajudiciales por parte del Estado colombiano desde los años 80, pero pone de manifiesto un aumento exponencial entre los años 2002 y 2008. Y hay tres factores principales que lo explican. El primero es la versión simplificada de la violencia sobre la cual se erigió la seguridad democrática, señalando con una mano a un solo actor—las guerrillas—y encubriendo, con la otra, actores estatales y paraestatales que también atentaban contra ciudadanos. El segundo es el indiscutible privilegio que se le dio a las bajas frente a las capturas, desmovilizaciones y rescates. El expresidente Uribe lo niega, pero los testimonios son contundentes. Y el tercero es la presión desmesurada que se ejerció desde los altos mandos militares y civiles a la Fuerza Pública para dar resultados. Según la reciente confesión del general Torres Escalante, Uribe le mandaba a decir a los militares que protestaban que, si no podían con el cargo, con gusto se gestionaban los relevos. Alega el expresidente que no había otra alternativa, teniendo en cuenta el asedio al que la guerrilla tenía sometidos a los ciudadanos. Pero, si bien lo último es cierto, semejantes niveles de presión motivaron a que el ejército se sumara a los actores que asediaban ciudadanos.
Por lo demás, no es cierto, que el diseño de la JEP estimule “a reconocer delitos no cometidos”, como alega el expresidente, sino que lo contrario es cierto, pues es precisamente por los incentivos jurídicos que el tribunal ofrece que diversos actores han confesado lo que le ocultaron a la justicia ordinaria. Es, por otro lado, desafortunado que luego de acusar a las víctimas de no estar precisamente recogiendo café, 15 años después, el expresidente ahora les impugne el haber estado “delinquiendo, así sus familias no lo supieran”.
El uso de la palabra ‘terrorismo’ para identificar estos crímenes cometidos por la Fuerza Pública no tiene como fin movilizar una actitud revanchista. Se trata más bien de señalar lo importante que es que la JEP, al contrario de lo que alegan sus detractores, haya preservado simetría entre los distintos actores que arremetieron contra civiles y, segundo, hacer uso de la enorme carga simbólica de la palabra ‘terrorismo’ para subrayar cuáles son los métodos con los que un estado democrático, al emplearlos, renuncia a sí mismo.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO

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