Hoy parece impensable, pero a mediados del siglo XVIII, las colonias al sur del continente americano eran más prósperas que las de habla inglesa del norte, como bien nos recuerda Michel Reid en El Continente Olvidado. ¿Cómo se explica entonces que, con la industrialización y la expansión del capitalismo, las segundas se hayan convertido en la principal potencia del mundo, mientras que las primeras, en la región más desigual y una de las más inestables? ¿Por qué, mejor dicho, estaba Estados Unidos tanto más preparado para el capitalismo que sus vecinos del sur?
Hay, a grandes rasgos, tres tipos de teorías al respecto. Las primeras son culturalistas y le atribuyen esto a la influencia que tuvieron el protestantismo británico y el catolicismo ibérico en sus respectivas colonias. Max Weber fue el primero en señalar lo mucho que adiestra el protestantismo para el arte del capitalismo. Esto también explica por qué el capitalismo se desarrolló con mayor vigor en Holanda, Alemania y el Reino Unido que en la Península Ibérica. Mientras que para el protestantismo la acumulación perpetua de capital es una forma de enaltecer a Dios, para el catolicismo es motivo suficiente para acudir al confesionario. Más aún, a la vez que el catolicismo, según dice Santo Tomás, celebra las jerarquías sociales, el protestantismo privilegia la relación directa entre individuos y Dios. El protestantismo, en nombre de Dios, es tan individualista como el capitalismo en nombre de su majestad el dinero.
Las segundas son de carácter sociológico y resaltan la homogeneidad original de la ciudadanía norteamericana—compuesta casi que exclusivamente por blancos de clase media—, a diferencia de las latinoamericanas, cuyos contratos sociales se pactaron entre castizos, mestizos, mulatos y demás castas, dando origen a un orden social profundamente jerárquico.
Las terceras apuntan a la geografía. Dicen los economistas Stanley Engerman y Kenneth Sokoloff que las condiciones geográficas del sur favorecieron economías de escala—azúcar, algodón, café y minería—, dando origen a grandes plantaciones y haciendas, exacerbando aún más la jerarquización social. Mientras tanto, las condiciones al norte favorecieron economías que no eran de escala —como el ganado o el cultivo de granos— lo que derivó en granjas familiares y una sociedad más igualitaria.
Una de las razones por las que el capitalismo no prosperó en el sur como lo hizo en el norte fue el grado tan alto de jerarquización.
Lo más probable es que ninguna de estas tesis por sí mismas sea suficiente para explicar la tan considerable diferencia entre los dos polos del continente, sino que esto se deba, precisamente, a que incidieron las tres. Sea lo que sea, las tres apuntan a que una de las razones por las que el capitalismo no prosperó en el sur como lo hizo en el norte fue el grado tan alto de jerarquización. En sociedades tan desiguales es prácticamente imposible construir mercados robustos, así como catapultar la innovación a través del viejo método de la competencia. Esto, a la vez, desvirtúa a los herederos de Thatcher y Reagan en la región que afirman que entre las prioridades del Estado debe aparecer la pobreza, pero no la desigualdad. Mientras esta región no se tome la desigualdad enserio, quizás nunca encontremos la redención capitalista ni dejemos de oscilar entre décadas doradas y perdidas.
Pero teniendo en cuenta las presentes circunstancias —en Colombia, el GINI en tierra rural es 0.89— la mano invisible del mercado por sí misma no está en condiciones de darle un puñetazo a la desigualdad, sino tan solo de concentrar aún más los recursos. De manera que no solo la producción, sino también la redistribución— que no es lo mismo que expropiar ni estatizar —deben estar en la mira de la mano visible del Estado. La redistribución es una precondición no para el socialismo, sino para el capitalismo. Para quienes la justicia social no es argumento suficientemente para declararle la guerra a la desigualdad, he aquí uno de carácter utilitario.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO