La semana pasada, más de un centenar de reporteros fueron congregados en una base militar al norte de Tel Aviv. El motivo: el ejército israelí había decidido revelarle a un selecto grupo de medios internacionales un videoclip que compilaba algunas de las más escalofriantes imágenes del pasado 7 de octubre, cuando integrantes de la milicia de Hamás masacraron a sangre fría alrededor de 1.400 civiles en territorio israelí. Mientras tanto, muchas de las imágenes no menos escalofriantes que retratan el drama del pueblo palestino en Gaza—el número de muertos supera los 8.000 mientras escribo esta columna—han sido puestas en circulación por las propias autoridades palestinas.
A pesar de lo mucho que los distancia, ambos bandos parecen tener claro que quien gane la guerra de las imágenes tiene asegurado una mayor tajada de la opinión pública. Y es que, aunque las guerras sean casi tan viejas como los seres humanos—y digo casi porque me niego a pensar que sean parte de la condición humana—, si algo diferencia a las que hoy en día tienen lugar son precisamente dos fenómenos: la diseminación de imágenes y el rol de la opinión pública. Como nunca antes, hoy proliferan imágenes que han prácticamente convertido a cada uno de nosotros en espectadores en tiempo real. Pero, a la vez, las guerras contemporáneas son cada vez más difíciles de ganar sin el respaldo del público. Y que sirva de ejemplo Israel, cuyo mayor impedimento para una ocupación total de Gaza ha sido el cada vez más frágil respaldo de la comunidad internacional. Sea como fuere, resulta más apremiante que nunca preguntarnos por el rol que juegan las imágenes de la guerra a la hora de batallar por el monopolio de la opinión pública.
Para empezar, las imágenes tienen el poder de la simplificación. Una foto es tan solo un fragmento de la realidad, en donde el gran ausente es el contexto. Por eso, suelen dificultar la aceptación de narrativas más complejas, como las que invitan a reconocer que un victimario también puede ser una víctima y viceversa. Las imágenes, en segundo lugar, también suelen posar como evidencia de historias que no son del todo ciertas. Roni Malkai, una periodista del diario israelí Haaretz, afirmó recientemente que la que se libra en Gaza es una batalla entre el bien y el mal. Por supuesto, prácticamente cada una de las fotos que circulan de lado y lado podrían corroborar esta narrativa, cuando quizás no haya guerra más alejada de este binario simplista.
Resulta más apremiante que nunca preguntarnos por el rol que juegan las imágenes de la guerra a la hora de batallar por el monopolio de la opinión pública.
Tercero, las imágenes tienen la potestad de la imposición. Cuando una serie de fotografías y videos similares circulan con cierta frecuencia, terminan por imponer estereotipos. Basta con cerrar los ojos y pensar en la palabra terrorista para darnos cuenta de lo similar que es la imagen que vemos en nuestra propia penumbra—¿asociada a una religión, quizás?—con las que circulan en la prensa e industria del entretenimiento norteamericanas. Un cuarto y particularmente peligroso poder con el que cuenta una imagen es el de la falsa representatividad. Una foto que, por ejemplo, retrata a un victimario perteneciente a un grupo social y a una víctima perteneciente a otro corre el riesgo de dejar en la opinión pública la impresión de que estos dos roles son representativos de todo el grupo social—llámese este palestino, musulmán, israelí, judío o demás—.
Por último, las imágenes también operan como mecanismo de identificación, toda vez que son usadas por quienes las circulan para posicionar su identidad. Con frecuencia, esto sucede en espacios tan ensimismados como las redes sociales, donde las personas suelen conseguir tan solo la confirmación o el refuerzo de lo que ya piensan.
Este conjunto de ideas quizás contribuya para entender por qué entre más desgarradoras son las imágenes que nos llegan, más balas revanchistas detonan en lugar de detenerlas de una vez por todas. ¡Cese del fuego!
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO