A finales de los 60, en el estado de Nueva York ser homosexual todavía era un delito. También lo era el ir “disfrazado de manera inusual” o portar un “atuendo no natural”. Esto le sirvió de excusa a la policía neoyorquina para llevar a cabo temibles redadas contra los bares nocturnos frecuentados por homosexuales. En junio del 69, uno de estos bares, cuyo nombre ya se convirtió en leyenda, Stonewall, fue el escenario de sangrientos disturbios impulsados por la más gallarda clientela de la historia, quienes, a pesar de aguantar golpes y bolillazos, se negaron a reprimir sus deseos según demandaba la arbitraria autoridad de la Gran Manzana. Desde entonces, cada mes de junio, el mundo se viste de arcoíris para conmemorar aquella noche a la cual muchos le debemos la vida.
Pero este mes de junio, sobre el arcoíris que izarán las astas del mundo se sobrepone un nubarrón gris que no es usual por esta época. El presidente de Uganda, Yoweri Museveni, acaba de firmar un proyecto de ley que incluye la pena de muerte por “homosexualidad agravada” y prisión de hasta 20 años para “promotores de la homosexualidad”. Ni las protestas de la vicepresidenta Kamala Harris durante su visita al país africano pudieron ponerle freno a semejante aberración, sino que, al contrario, sirvieron para alentar el discurso de una conspiración occidental para importar su agenda cultural a África. Por supuesto, el discurso del complot homosexual occidental no es obra de Museveni, sino que lo vienen repitiendo como autómatas despiadados autócratas como Vlir Putin, quien lo incluyó en su repertorio para justificar la invasión a Ucrania; Recep Tayyip Erdogan, a quien le fue muy útil para atornillarse 5 años más en el poder en Turquía; y hasta el infame gobernador de la Florida, Ron de Santis, cuyos militantes abanderaron, con este mismo pretexto, el eslogan ‘Don’t Newyork my Florida’.
Activistas en favor de los derechos LGBTI sacrifican su vida a diario, y es en ellos en quienes yace la semilla de un nuevo horizonte.
Como era de esperarse, no han faltado quienes explican el inclemente proyecto de ley con el mito de una nación retrógrada y subdesarrollada que acude a semejantes prácticas porque no es capaz de ponerse a la altura de los discursos de vanguardia del progresismo occidental. Pero un vistazo al pasado da fe de lo contrario. Dice la socióloga ugandesa Sylvia Tamale que, antes de la colonia, varias culturas africanas eran más bien tolerantes hacia la homosexualidad. De hecho, quienes criminalizaron por primera vez la homosexualidad en Uganda fueron los colonos británicos en la década de los 50. De manera que los valores ancestrales en nombre de los cuales Museveni está dispuesto a provocar un genocidio y someter a sus ciudadanos a las jaulas y a la guillotina no son más que una tradición implementada por los propios colonos.
Pero eso no es todo. En marzo de este año, con miras a sacar adelante el proyecto de ley, el Parlamento de Uganda organizó una conferencia sobre valores familiares en la cual se encontraba, entre sus invitados de honor, Family Watch International, una ONG norteamericana que lleva dos décadas promoviendo la abstención como método para combatir el VIH y oponiéndose a la educación sexual en África, alegando que esta pretende sexualizar la niñez –cualquier parecido con nuestro país no es pura casualidad–. Más encima, según reveló el semanario The Economist, hay serios indicios para pensar que Moscú habría inyectado recursos para que este proyecto llegara a buen puerto. Así que este no es más que otro capítulo de los escalofriantes lastres del colonialismo en el cual el eslabón más débil es quien sigue derramando la sangre y pagando las penas en prisión.
En Uganda, activistas en favor de los derechos LGBTI sacrifican su vida a diario, y es en ellos en quienes yace la semilla de un nuevo horizonte.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO