“¿Cuál es la raya que hay entre ejercer la prostitución por voluntad y ser víctima de trata de personas?”, se preguntaba Sonia Bernal, subdirectora del Ministerio del Interior, luego de recibir a siete colombianas rescatadas en México de una red de explotación sexual. “La autodeterminación”, se autorrespondió la funcionaria.
Este límite que indica Bernal se desdibuja frente al poder de las mafias que controlan el negocio del trabajo sexual, pues detrás de cada mujer que ejerce la prostitución –aun si hubiera decidido entrar por decisión propia– hay un historial de amenazas, amedrentamientos, violencia y cuantiosas deudas con sus proxenetas, que sirven como cadenas para obligarlas a ser explotadas en un bucle infinito.
Por eso, el revuelo justificado para repatriar a las colombianas retenidas en México la semana pasada trajo a la luz un tema que ha seguido operando en las sombras sin que resuene con la fuerza que debería: la trata de personas con fines de explotación sexual. Según datos del Ministerio del Interior, el número de casos ha aumentado de forma alarmante en los últimos cuatro años un 154 %. Una cifra menor, sin duda, ante la realidad del panorama, que no logra medirse por el subregistro de quienes callan para protegerse.
Pero la noticia también revivió un fantasma que continúa presente en la opinión pública: la estigmatización hacia el trabajo sexual. La decisión de ejercer la prostitución –casi siempre coaccionada– sigue siendo una justificación para que las mujeres sufran todo tipo de vejámenes en manos de quien “compra” su servicio y no se les reconozcan los mismos derechos de quienes se ganan la vida de formas menos “deshonrosas”. Un prejuicio que irónicamente no recae en los clientes, que son el motor de las redes de trata.
Mientras tanto, este inri sobre la cruz que cargan estas mujeres hace que la gran mayoría de ellas no se atrevan a denunciar o prefieran seguir sometidas al trabajo sexual –que en muchos casos es la única actividad que conocen–, temiendo no encontrar más oportunidades. Pero además, empodera a las mafias que se aprovechan del castigo moral que reciben sus víctimas para seguirlas explotando.
En este sentido, han sido aplaudidas las medidas que ha tomado el nuevo alcalde de Cartagena para combatir este flagelo en la ciudad, que ocurría a la vista de turistas y locales en los puntos más concurridos. El mandatario cerró establecimientos que servían como vitrina y prohibió la prostitución en espacios públicos. Sin embargo, esto debería ser solo el primer paso. No se trata de esconder el trabajo sexual para vender una imagen positiva de un lugar, lo que termina alimentando los sesgos hacia quienes lo ejercen, sino de desmantelar las cabezas criminales que controlan este negocio que sigue esclavizando a mujeres, mientras la sociedad las señala con un dedo inquisidor.
SARA VALENTINA QUEVEDO DELGADO