Roger Federer, reconocido en el mundo del tenis como el tercer mejor jugador de todas las épocas, se retiró de las competencias internacionales la semana pasada. Se despidió jugando un partido de dobles con su amigo Rafael Nadal en la Copa Laver, un torneo de invitación que el propio Federer y su equipo crearon para juntar solo a los mejores del mundo.
Se ausenta del tenis profesional con un palmarés imponente: fue el número uno del mundo durante 310 semanas, 237 de ellas consecutivas, y ganó veinte títulos individuales de grand slam: Wimbledon 8 veces, 6 el Abierto de Australia, 5 el Abierto de Estados Unidos y una vez Roland Garros. En total, su cosecha hasta 2020 fue de 103 títulos ganados.
A sus 41 años de edad, la mononucleosis, la espalda y los meniscos finalmente lo apartaron de las canchas. Su estilo de juego, que ha sido descrito por los grandes cronistas del otrora deporte blanco como el beau ideal o “la belleza ideal”, quedará para siempre en la memoria de cuantos lo vimos jugar.
No fue, como Rafa Nadal, el jugador más esforzado del circuito, tampoco fue el inagotable atleta como Novak Djokovic, pero la calidad estética de sus tiros fue insuperable.
Como bien escribió Michael Steinberger en The New York Times, Federer fue “un atleta cuyo juego etéreo y decencia inquebrantable animaron el espíritu. El tenis es un juego elegante, pero nadie lo hizo más refinado que Federer con su juego de pies de ballet y su gran ‘látigo líquido’ de derecha, como describió su tiro característico el novelista David Foster en su libro Roger Federer como experiencia religiosa.
Yo comparto el entusiasmo de quienes vieron en Federer no solo a un gran tenista, sin duda uno de los tres más grandes de todas las épocas, sino al hombre bondadoso, distinguido, refinado.
Yo comparto el entusiasmo de quienes vieron en Federer no solo a un gran tenista, sin duda uno de los tres más grandes de todas las épocas, sino al hombre bondadoso, distinguido, refinado, elegante. Atributos que no abundan en estas épocas en las que una familia escapada de las clínicas de cirugía plástica, la Kardashian, se autonombra como el ideal de belleza y moda femenina, e influye en el comportamiento de millones de personas deslumbradas por el oropel.
Lo que hoy prolifera es la vulgaridad. La aberrante conducta de gobernantes como el estadounidense Donald Trump, el brasileño Jair Bolsonaro, el venezolano Nicolás Maduro, el nicaragüense Daniel Ortega o el mexicano Andrés Manuel López Obrador, que se regodean satanizando a la gente decente, digna y aseada.
Me repugna oír a Diosdado Cabello, vicepresidente del Partido Socialista Unido de Venezuela y número dos del régimen chavista, insultar al presidente de Chile, Gabriel Boric, tildándolo de “bobo” y “gafo” (una palabra que se usa en Venezuela para tildar a una persona de poco inteligente) porque denuncia “la presión tremenda” que significa el éxodo de venezolanos a su país. Aparentemente, Cabello no se ha percatado de que de 2014 a la fecha, más de 6,8 millones de venezolanos han salido de su país huyendo de la dictadura chavista, y responde como un patán.
Pero no manchemos la despedida de Federer con las vulgaridades de los bárbaros y quedémonos con las palabras del intelectual brasileño Paulo Coelho, que parecerían inspiradas por la trayectoria de Federer: “La elegancia suele confundirse con la superficialidad, la moda, la falta de profundidad. Esto es un grave error: el ser humano necesita tener elegancia en sus acciones y en su postura porque esta palabra es sinónimo de buen gusto, amabilidad, equilibrio y armonía”.
Y esto es precisamente lo que más vamos a extrañar del rigor y la precisión suiza de Federer. Afortunadamente para quienes apreciamos el tenis y la elegancia, detrás de esta generación de superdotados tenistas viene una nueva, prometedora y distinguida camada.
SERGIO MUÑOZ BATA