Nací y crecí en un país donde se reverenciaban las revoluciones. En la escuela primaria, después del himno nacional cantábamos La Marsellesa. Existía entonces una especie de acuerdo nacional, casi perverso diría yo, que justificaba el uso de la violencia para resolver las injusticias del pasado pero era impensable para resolver los abusos del régimen emanado de la revolución.
En la adolescencia descubrí que en otros países, las discrepancias entre los grupos sociales se resolvían acordando reformas sin violencia, cediendo y concediendo. Y, aunque reconozco que la revolución mexicana que derrocó al antiguo régimen resolvió algunos de los graves problemas del país, uno de sus resultados fue un régimen en el que no cabían la oposición ni la democracia.
La democracia, aunque imperfecta, se implantó en el país 70 años después, y no gracias a la revolución sino a las reformas. Hoy, a casi veinte años de la primera alternancia política en el país, regreso a México y me encuentro con que la revolución vuelve a estar de moda. Espero que esta vez no resurja la violencia.
Retomo el tema de la revolución porque llevamos casi un mes de ver y oír noticias sobre una nueva revuelta en Francia, no exenta de brotes de violencia, y me pregunto: ¿será la violencia revolucionaria una de las constantes de la historia sa? ¿Revolución o reforma?
En 1229, una huelga estudiantil en la Universidad de París que fue reprimida brutalmente dejó un saldo de muchos estudiantes muertos, provocó una huelga que duró más de dos años y solo se resolvió cuando estudiantes y gobernantes acordaron algunas reformas del sistema educativo universitario.
Más de medio siglo después, en julio de 1789, en un frenesí de violencia, los pobres guillotinaron a la monarquía durante una revolución que, si bien defendió valores universales como la igualdad, la fraternidad y la libertad, terminó encumbrando como emperador a un general aventurero que lo mismo estableció en Francia un código civil –que por primera vez regulaba las relaciones civiles mediante normas legales– que violentaba el orden internacional con sus ambiciones de conquista imperial.
En marzo de 1871, por dos mortíferas semanas, los comuneros ses volvieron a tomar las armas para instalar, aunque muy brevemente, un gobierno popular socialista que el propio Karl Marx describió como la Primera Dictadura del Proletariado. La represión del gobierno a la Comuna fue brutal. Tan solo durante la llamada Semana Sangrienta murieron más de 10.000 personas; se destruyeron más de 200 edificios históricos, entre ellos las Tullerías o el cementerio de Père-Lachaise, y se implantó una ley marcial que duró cinco años.
En 1968, los estudiantes ses iniciaron otra revuelta que condujo a una huelga masiva y a marchas de protesta cuyo eco se sintió no solo en Francia sino en el resto del mundo, pero que, a fin de cuentas, resultó ser una “revolución inexistente”, tal y como la describió Raymond Aron.
En 2005, la violencia sa reapareció en los banlieues de París y en 2017, en la plaza de la Bastilla. En ambos casos, un grupo de inconformes chocaron con la policía, y al final no se cumplieron sus demandas.
En diciembre de 2018, los maravillosos edificios parisinos que los nazis respetaron vuelven a ser incendiados y pintarrajeados por un grupo de violentos escudados en sus chalecos amarillos. No dudo de la justicia de algunas de sus reivindicaciones, pero repudio su uso de la violencia como arma para presionar al gobierno a elaborar una nueva reforma fiscal. Y rechazo categóricamente la exigencia de extremistas de derecha e izquierda para que renuncie Emmanuel Macron, un presidente electo democráticamente por la mayoría de los ses.