De los formidables retos que enfrenta Daniel Noboa, el presidente ecuatoriano que recién tomó posesión de su cargo en noviembre del año pasado, el mayor, sin duda alguna, es frenar la violencia del narcotráfico que se ha disparado en los últimos tres años.
Desde mi punto de vista, la crisis actual tiene su origen en las políticas del presidente Rafael Correa entre 2007 y 2017. En sus diez años de mandato, Correa cerró la base aérea norteamericana de Manta, que era fundamental para interceptar el vuelo de aviones con drogas; cortó los lazos con la agencia internacional antidroga del Departamento de Estado estadounidense, disolvió la unidad policial que combatía el crimen organizado y acogió a líderes de las Farc y sus familias en Quito. Su laxitud propició que las bandas criminales locales se infiltraran en el partido de Correa e iniciaran la exportación de cocaína colombiana a través del puerto de Guayaquil.
La permisividad de la política correísta, hasta cierto punto continuada en los gobiernos posteriores a Correa, también permitió la incursión de los carteles mexicanos y su asociación con pandillas ecuatorianas como ‘los Lobos’ con el cartel Jalisco Nueva Generación, o ‘los Choneros’ con el cartel de Sinaloa.
También influyó en el auge del narcotráfico la legalización de la posesión de drogas para uso personal por parte de Correa. Como se ha demostrado en lugares como California, la legalización de la marihuana no solo no evita la venta ilegal de la droga, sino que la impulsa.
Ecuador carece de los fondos, inteligencia y tecnología para solucionar el problema de forma independiente.
En sus primeros tres meses de gobierno, Noboa ha logrado recuperar cierta dosis de seguridad en el país y, sobre todo, en las cárceles que servían de bases para dirigir las actividades de los narcotraficantes.
Pero es evidente que esta es una guerra global contra los carteles de la droga en sus diferentes fases, producción, transporte y consumo, y su violencia afecta a casi todo el hemisferio.
América Latina y el Caribe es la región más violenta del mundo, y la violencia va en aumento. El número de homicidios por persona es cinco veces mayor que en América del Norte y diez veces más alto que en Asia. La región alberga el 9 % de la población, y en ella ocurre un tercio de los homicidios del mundo.
Estos son datos duros que por momentos cuestionan el poderío de las fuerzas armadas en Ecuador, Colombia, Perú o México frente a los carteles. Sin embargo, para Michael Shifter, experto en Latinoamérica del Diálogo Interamericano, no hay evidencia de que este sea el caso, “El problema central –dice Shifter– es que las organizaciones narcotraficantes están arraigadas en la población civil, frecuentemente penetran en las instituciones y suelen operar con mayor agilidad que las fuerzas de seguridad gubernamentales”.
Lo que sí es evidente en este caso es que Ecuador carece de los fondos, inteligencia y tecnología para solucionar el problema de forma independiente. Afortunadamente, dice Shifter, “el Gobierno ecuatoriano está interesado en recibir la cooperación de Estados Unidos para ayudar a enfrentar la creciente crisis de seguridad del país”.
También sería de gran ayuda contar con la cooperación de los países latinoamericanos que sufren el mismo problema. Sin embargo, como bien comenta Shifter, “hasta ahora, la falta de cooperación regional en la cuestión del crimen organizado impulsado por las drogas ha sido muy decepcionante. El fracaso refleja, pero va mucho más allá, la falla ideológica entre izquierda y derecha. Cada gobierno parece querer abordar el problema en sus propios términos, sin necesidad de una mayor coordinación”. Y así, pienso yo, con cada país por su lado, la lucha contra una fuerza transnacional tan poderosa será cada vez más difícil.
SERGIO MUÑOZ BATA