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Yo no olvido el año viejo

Quizás un año nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor y ver la fiesta de Puerta del Sol.

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ESCRITOR, PERIODISTA Y POLÍTICOActualizado:

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En los años de mi infancia las celebraciones de diciembre en Masatepe se agotaban con la Nochebuena, y aunque el pequeño árbol de Navidad de material sintético sobrevivía hasta pasado el fin de año en una esquina de la sala, los 31 de diciembre nos íbamos a la cama antes de la medianoche, y me despertaba al estallido de los cohetes que sonaban lejanos, mientras el pueblo permanecía en silencio, y a oscuras.
(También le puede interesar: Escenografías de la memoria)
O es que, quizás, de alguna casa donde celebraban –pereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas– venía la música de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia El año viejo, cantada por Tony Camargo, Ay, yo no olvido al año viejo / Porque me ha dejao’ cosas muy buenas / Mira / Me dejó una chiva, una burra negra / Una yegua blanca y una buena suegra..., de Crescencio Salcedo, quien compuso otras joyas como La múcura que está en el suelo..., que fue a dar a la voz de Benny Moré, y Se va el caimán, se va para Barranquilla..., cantada por el bachiller José María Peñaranda, que elevó las vulgaridades de palabra a la categoría de arte, baste recordar su célebre Ópera del mondongo.
Para la cena de Nochebuena un chompipe, el pavo indígena, que se criaba a lo largo del año en el patio, y cuando iba a ser sacrificado recibía como gracias final un trago de ron que se le istraba abriéndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intención de hacer más llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.
Estábamos de vacacione en Masatepe cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972
Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa con una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicaragüense.
El último día del año se cenaba un humilde nacatamal, que para mí era igual de suculento, la masa de maíz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, en su envoltorio de hojas de plátano, y que en nuestra temporada de Berlín en los años setenta Tulita solía hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolviéndolos en papel de aluminio porque las hojas de plátano solo era posible conseguirlas robándolas en el Botanischer Garten.
Si ahora quisiéramos celebrar el año nuevo con nacatamales en Madrid, en este año tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de plátano son fáciles de conseguir en las tiendas de comestibles de los bangladesíes e hindúes de Lavapiés, o bien los nacatamales, clonados a la perfección por manos nicaragüenses, se pueden encargar a domicilio.
Nos fuimos a vivir a Costa Rica en 1964 después de casarnos, y estábamos de vacacione en Masatepe cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972, 20.000 muertos, y el éxodo forzado de la población entera.
Masatepe comenzó a llenarse de refugiados que acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales solo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebración navideña, ni tampoco de Año Nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurría congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia paseándose frente a las puertas.
Quizás un año nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor para ver la celebración de Puerta del Sol, y comerse mientras tanto las uvas que ya vienen en cajitas de doce unidades. Y quizás ser madrileño signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.
SERGIO RAMÍREZ

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