Mucho ruido en redes sociales y en los principales diarios del país ha causado el reciente anuncio del alcalde Carlos Fernando Galán de iniciar la ejecución de la fase 1 del proyecto de intervención del cementerio de Pobres, que hace parte del conjunto del cementerio Central de Bogotá y fue concebido y diseñado durante la istración anterior como un espacio abierto a la ciudadanía.
Entre las voces más estridentes se ha destacado la del exalcalde Enrique Peñalosa, quien ha acusado a la actual alcaldía de hacerle juego al clasismo de una cierta élite artística, haciendo referencia a que detrás de todo este proyecto estaría el propósito de "eternizar" la obra Auras anónimas, de la maestra Beatriz González, instalada en los nichos de los columbarios como una reflexión acerca del conflicto armado colombiano.
Dice el exalcalde en su extenso trino de X que con esta intervención "miles y aun millones de niños de la ciudad serán menos felices hacia el futuro", ante la imposibilidad de contar con un parque recreativo que atienda el déficit de espacios verdes en este sector de la ciudad. Y en ese sentido su comentario es solo una reiteración de su conocida fórmula de intervención urbana, es decir, la del catálogo lote-cancha-cemento-reja sin una consideración mínima sobre los sentidos y las capas históricas que subyacen a los espacios urbanos.
Porque quizás el punto del debate no radique solamente en la relevancia del arte como constructor de una memoria ligada al conflicto armado en una ciudad como Bogotá, que se caracteriza por contar con muy pocos espacios urbanos consagrados a este tema. La conversación relevante, creo yo, gira en torno a la dificultad para ver y escuchar los diversos sentidos de un lugar cuya voces y memorias han sido confiscadas por unas relaciones de poder que han permitido la continuidad de unas prácticas de segregación de la vida y de la muerte de una población popular muy diversa que se enterró allí por más de un siglo y medio.
El predio de los columbarios, y sobre esto poco se habla, es un sobreviviente de un proceso de vaciamiento de las historias y las memorias de
las poblaciones populares que
allí se enterraron.
Basta contrastar la fragilidad de las cruces de madera y la sencillez de los nichos de los columbarios que caracterizaban a este espacio con los imponentes mausoleos del predio vecino –lugar de enterramiento de las élites bogotanas– para entender que la muerte de las clases populares, como continuación de su exclusión en vida, no constituye un relato digno de ser recordado.
El predio de los columbarios, y sobre esto poco se habla, es un sobreviviente de un proceso de vaciamiento de las historias y las memorias de las poblaciones populares que allí se enterraron. Las inscripciones en los nichos y los mensajes de sus deudos, teñidos de una estética particular, han sido silenciados, así como han sido borradas del espacio las memorias de una vida cotidiana en Bogotá siempre marcada por la exclusión.
El cementerio de Pobres no nos habla solamente de las víctimas del conflicto armado en tanto categoría unívoca de las políticas de memoria histórica, sino que nos habla sobre las raíces históricas y las continuidades de los dispositivos de discriminación y segregación socioespacial que han sostenido la pervivencia del conflicto armado en nuestro país, y que tienen su correlato en decisiones urbanísticas como las de "sacar los restos humanos de allí" (en palabras del exalcalde) y disponer del espacio para hacer un parque con canchas deportivas.
El propósito de este proyecto es precisamente enfrentarnos como sociedad al recordatorio de esta herida abierta, de este dolor no resuelto, para ahí sí, parafraseando al exalcalde, construir una ciudad más democrática. Si de verdad se trata de clasismo, el cementerio de Pobres y no solamente los columbarios tienen aún mucho que enseñarnos como sociedad.