Hace menos de dos semanas, acabando de comprar el libro de Maryluz Vallejo Mejía titulado Eduardo Santos: ‘Estrictamente confidencial’ / Correspondencia del hombre público y privado en el cincuentenario de su muerte (1888-1974) (Intermedio). De inmediato me dispuse a leerlo creyendo que lo haría en su integridad en muy pocas jornadas. Pero como muy a mi pesar, pronto desistí.
Desistí del acelere, optando por el regodeo estético que genera leer despacio semejante realización sobre la vida y obra de este ciudadano excepcional: recordando o conociendo su figuración en la política, las más altas esferas del Gobierno, el mundo diplomático, los idiomas, el arte en todas sus expresiones y en especial su denodado desempeño en los quehaceres de la palabra escrita en periodismo.
Así, cuando el 27 de agosto de 1963 apareció en este diario mi primera columna (‘El cumpleaños de Sogamoso’), la enorme alegría que me invadió tuvo que dar paso a la realidad porque hasta finales de 1964 no me hice bachiller, aprobé exámenes de isión y entrevista personal con el rector para ingresar a la Facultad de Jurisprudencia del Rosario. Pero seguía sin alcanzar mi otro anhelo de llegar a escribir en este periódico, en ese entonces a pocos pasos del Claustro. De puro terco, pronto recobré la ilusión y me propuse acudir al doctor Santos, con la fortuna de lograr su apoyo para mis inicios como primíparo en este apasionante oficio.
El 5 de enero de 1965 me recibió en Bizerta, su refugio veraniego. Ordenó jugo de guayaba helado, lo oí sin pestañear por largo rato discurriendo cual deliciosa cátedra para un joven aún sin 20 años. Me dijo que su secretaria, Isabel Pérez Ayala, sería quien le informara cómo iría mi desempeño universitario. Al oír el silbato del tren de regreso a Bogotá me acompañó hasta la puerta diciendo: “Usted va al Rosario y si lo necesita va también a EL TIEMPO”.
En 1966, como alumno rosarista, lo visité dos veces en su preciosa residencia de la calle 67. Me dio apoyo en matrícula a favor del Rosario y con intervención de aquella dama entré a la planta de personal de este diario, donde el Director me dijo: “Bienvenido, pero solo a corregir pruebas”, afectuosa sentencia que nunca se cumplió, como lo prueba voluminoso archivo.
Ah, olvidaba lo más grato: cuando llegué a Bizerta él me preguntó si era de Boyacá y yo le contesté, feliz: “Sí, Doctor Santos”. Y hoy digo: un boyacense agradecido y irador de uno de los más grandes expresidentes de Colombia.