La encuesta de percepciones políticas de Invamer del mes de enero revela un fenómeno notorio: la zambullida simultánea de la aprobación de los tres principales alcaldes del país de movimientos considerados ‘alternativos’.
La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, quien alcanzó un 89 % de aprobación el año pasado, hizo una inmersión de 28 puntos porcentuales y cayó al 61 %. Un sector de la ciudadanía no le perdona que se hubiera ido de vacaciones a Costa Rica justo cuando la capital escalaba el pico de la pandemia, y que a su regreso afirmara, sin evidencia alguna, que la aceleración de contagios se debía a la presencia en el país de la cepa británica del virus. Su istración salió mal librada del debate con Miguel Turbay sobre las 4.000 UCI que había prometido en marzo. Y, en general, cae muy mal su estrategia, demasiado evidente, de responsabilizar de todo lo malo que pasa en la ciudad a causas externas –el Presidente, el ministro de Salud, las mutaciones del virus, la ‘carga viral’–, pero, eso sí, atribuirle todo lo bueno a su gobierno. En esta crisis la gente quiere ver unidad en sus líderes, no oportunismo político.
El alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, también del alternativo partido Alianza Verde, llegó al 66 % de aprobación el año pasado y en esta medición bajó al 38 %: los mismos 28 puntos que cayó López. Parte del desplome es por la situación de seguridad en su ciudad, donde en agosto masacraron a cinco adolescentes. Y para muchos caleños fue insólito que se gastara 11.000 millones de pesos en plena pandemia para organizar la Feria de Cali virtual.
Tres caídas de alcaldes idénticas y paralelas, como si
los tres hubieran decidido sumergirse al tiempo en una rutina de nado sincronizado.
El alternativo alcalde de Medellín, Daniel Quintero, por su parte, está enfrascado en una belicosa campaña para controlar EPM, la más prestigiosa de las empresas estatales colombianas. La pugna tiene al empresariado paisa con los pelos de punta. Antes, cuando alguien defendía la superioridad de la empresa privada sobre la pública, por ser menos vulnerable a la politiquería, no faltaba quien respondiera: “No siempre, mire a EPM”. Y uno debía aceptar que tenía algo de razón. Pero Quintero parece decidido a deshacer ese argumento. La estrategia le ha costado: en su pico más reciente tuvo 84 % de aprobación; hoy tiene 55 %. Cayó 29 puntos.
Las tres caídas, como puede verse, son idénticas y paralelas, como si los tres alternativos hubieran decidido sumergirse al tiempo en una rutina de nado sincronizado.
Entre las cuatro principales capitales, solo se salva del desplome el barranquillero Jaime Pumarejo, a quien nadie considera alternativo, sino miembro de la casa política más poderosa de la ciudad. Estuvo en 44 % de aprobación en su peor momento de 2020 y hoy sube al 77 %, 33 puntos más.
En un país con costumbres políticas tan penosas como las nuestras, es fácil caer en la trampa de creer que cualquier persona que no hace parte de las maquinarias tradicionales es mejor que las que sí. Pero la dura realidad nos va demostrando que ‘alternativo’ no es sinónimo de ‘bueno’. De hecho, ya tendríamos que haber aprendido esa lección tras istraciones ‘alternativas’ tan cuestionables como la del cura Bernardo Hoyos en Barranquilla o la sucesión de gobiernos de izquierda que frenaron el progreso de Bogotá a comienzos de siglo.
Si la política fuera una heladería, los políticos de siempre serían algo trillado y convencional, como un chococono, y los alternativos serían algo así como el gelato de pistacho. Es verde. Aunque es un sabor como cualquier otro, goza de cierto caché contracultural: quien lo pide se distingue de la masa ignara que se conforma con sabores ordinarios. Pero encierra contradicciones inquietantes: ¿cómo así que se obtiene una sustancia dulce de un pasabocas salado? Y esas contradicciones hacen que muchos votantes vuelvan a los sabores comunes y corrientes.
Thierry Ways