La tercera fue la vencida. O la cuarta o la quinta, según cómo se lleven las cuentas. En cualquier caso, después de una seguidilla de manifestaciones con asistencia decepcionante —la del 14 de febrero, la del 1.º de mayo, la del 7 de junio—, después de numerosas invitaciones a la movilización popular, después de desplazar el foco de sus convocatorias de la población urbana a la población rural, pues las ciudades no estaban respondiendo a sus llamados, el Presidente por fin logró lo que ansiaba, el oxígeno que le faltaba: llenar de seguidores la plaza de Bolívar.
Ahora bien, no se trató precisamente de un movimiento espontáneo de apoyo a la istración desde la base, sino de una operación cuidadosamente organizada desde arriba. Hubo reparto de refrigerios y promoción del evento en las cuentas oficiales del Estado. Participaron miles de personas de fuera de Bogotá y un número indeterminado de funcionarios públicos ‘amablemente invitados’ a asistir. Y hubo un concierto pagado por el Gobierno, en el que tocaron, hay que reconocerlo, bandas buenísimas.
Sobre esto último, un comentario: no tiene nada de malo que el Estado patrocine actividades culturales. Pero que nuestros impuestos se empleen para financiar conciertos en una manifestación de respaldo a un grupo político específico –en plena campaña electoral– es escasamente defendible.
Volviendo al tema general, el evento del 27 se percibió como un tinglado, una puesta en escena. Y tuvo, además, un tufillo electorero. A un mes de las elecciones regionales, con las encuestas en contra, la única capital grande en la que el Pacto Histórico podría ganar una alcaldía, aunque luce poco probable, es Bogotá. Es descarado querer vendernos la idea de que una concentración convocada en esa ciudad por el partido de Gobierno, a 30 días de definirse un concurso que va perdiendo, no es, de frente o por los laditos, un acto político a favor del candidato del Presidente. Tienen razón sus rivales en denunciar una intromisión indebida en la campaña. Que no será sancionada, por supuesto.
La falta de espontaneidad de la concentración, el hecho de que haya tenido que ser rellenada con personas de otras partes y empleados oficiales a los que les quedaba mal no ir, envía una señal de debilidad más que de fortaleza. El Presidente no tiene el mismo respaldo de hace un año y el Gobierno lo sabe, por eso era necesario este espectáculo. Fue una especie de ‘marcha Potemkin’: similar en función a aquellas fachadas falsas y aldeas de utilería –las ‘aldeas Potemkin’– que, dice la leyenda, construía el gobernador ruso de ese nombre para impresionar a sus superiores en tiempos de Catalina la Grande. Un procedimiento no muy lejano, por cierto, de los aplausos prestados que se insertaron al final del video oficial del discurso del Presidente en la ONU, para simular más impacto del que tuvo.
Va una advertencia, sin embargo, para la oposición: aunque el evento del 27 obtuvo lo contrario de lo que buscaba, es decir, mostró debilidad en vez de fuerza, eso no significa que las reformas del Gobierno estén hundidas. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. El Ejecutivo sigue siendo muy poderoso en Colombia y el divorcio entre el país político y el país real implica que nuestros representantes en el Congreso no responden a las preferencias de los electores, sino a sus intereses personales.
En los pasillos del Capitolio se comenta, de hecho, el paulatino avance de la estrategia oficialista de acopiar votos individuales a favor de las reformas entre dispersos de los partidos tradicionales. A la oposición, entonces, le sugiero que ni el tinglado del 27 de septiembre ni los resultados del 29 de octubre, probablemente adversos al Gobierno, le hagan bajar la guardia.
THIERRY WAYS
En X: @tways