A alguien se le ocurrió pintar de blanco y amarillo una muralla del fuerte de San Sebastián del Pastelillo, en Cartagena, y se armó un gran revuelo nacional. ¡El patrimonio histórico se respeta!, exclamamos todos, al unísono. Lo cual resulta curioso, pues hace poco hubo un furor de destrucción de estatuas en todo el país, tan patrimoniales ellas como las murallas cartageneras, y la reacción general, sobre todo en las tribunas de opinión, fue mucho menos indignada. Fue tolerante incluso.
Claro: es más fácil defender una muralla inerte que la estatua de algún conquistador con las manos manchadas de sangre indígena. Lo segundo acusa una arriesgada incorrección política. Eso no explica, sin embargo, por qué tuvieron tan pocos dolientes las efigies vandalizadas de Bolívar en el monumento a los Héroes en Bogotá o la de Antonio Nariño en Pasto, protagonistas ambos de la independencia, no de la conquista.
Pero aun en lo relativo a los conquistadores y colonizadores, la cuestión moral es más enredada de lo que parece. Lo demuestra el caso de la muralla pintada. Quedó claro que, si bien nadie niega que los europeos cometieron injusticias atroces contra la población nativa, también dejaron obras que valoramos a tal grado que nos oponemos a que se modifiquen en modo alguno. Las consideramos patrimonio de toda la humanidad. Dicho de otra manera: está bien que se destruya la estatua del colonizador, pero cuidadito nos tocan su obra. Lo que impide un veredicto moral sencillo, pues ite que aquellas personas hicieron cosas perversas, pero dejaron también cosas invaluables.
Me dirán que la diferencia es que una muralla nunca le hizo daño a nadie, mientras que el colonizador sí. Pero no es tan clara la distinción. Las paredes pueden tener una carga simbólica tan problemática como las estatuas. Las murallas de Cartagena son una fortificación militar que se construyó con mano de obra esclava para proteger el principal puerto esclavista de la colonia. Y qué decir de las iglesias coloniales: centros de adoctrinamiento de un dogma ultramarino que se les impuso por la fuerza a los pueblos nativos. Si fuéramos radicalmente coherentes en nuestros ocasionales propósitos de resarcir los crímenes del pasado, junto con las estatuas de los conquistadores, habría que demoler esas edificaciones también.
No estoy proponiendo, por supuesto, derribar las murallas de Cartagena. Y, por otro lado, no creo que todo personaje histórico, por el hecho de serlo, merezca ser puesto en un pedestal. En estricto sentido, Hitler fue un personaje histórico; no por eso debe ser homenajeado. Las sociedades tienen derecho, además, de expulsar y cambiar a los inquilinos de los pedestales. Pero, como escribió un novelista: “El pasado es un país extranjero; hacen las cosas distinto allí”. Pretender juzgar el pasado bajo los parámetros morales del presente, intentar resolver sus contradicciones intestinas por medio de simplistas raseros maniqueos –“¡Viva la romántica muralla! ¡Abajo el malvado conquistador!”–, es un procedimiento que estrecha nuestra comprensión de la historia, en vez de ensancharla.
En lugar de una iconoclasia moralizante, el desprestigio de las figuras del pasado debería aportarnos una lección de humildad. Aquel exprócer, hoy villano, alguna vez fue un modelo para el mundo. Se consideró justo preservarlo para la posteridad en mármol o en metal. Y así permaneció, por un tiempo, hasta que una nueva época lo encontró irrelevante o incluso maligno. Lo mismo pasará con las estatuas y las convicciones morales de nuestra propia época, esas que ahora nos parecen incontrovertibles. Como nosotros a nuestros antepasados, llegará un día en que se nos condene póstumamente por las cosas que en vida nos llenaron de orgullo.
THIERRY WAYS